Se ha usado una y mil veces el símil: la cremallera del tren. Y, sin embargo, la estación y las vías del tren de Feve que cruzaban al aire libre por Zorrotza ya era casi la bragueta de un homeless, destartalada y peligrosa. Tanto que a lo largo de 35 años la gente del recuento llora 21 muertos.
En el latir de la ciudad, donde las voces se cruzan y el ruido se convierte en rutina, hay un espacio que parece sacado de un tiempo olvidado, un vestigio que sigue ahí, como una herida abierta, una cicatriz que supura. Son los pasos a nivel, esos cruces de caminos entre las vías del tren y las calles de asfalto, que se mantienen como relicarios del pasado, recordándonos que la muerte, como el tren, nunca pasa desapercibida.
Es curioso cómo un sistema que teóricamente debe conectar a los pueblos, a las ciudades, a las personas, termina siendo también el mismo que las separa, las divide, las hiere. En cada uno de los pasos esos a nivel, donde las barreras se levantan y se cierran con la impunidad de un tren que no tiene rostro, la ciudad expone su vulnerabilidad, su fragilidad. Allí, entre el acero y el asfalto, un tren puede atravesar un corazón y una vida sin que nadie lo prevenga, sin que el sonido de la sirena sea suficiente para detener la tragedia.
La bragueta, les decía. Van a coserla con pericia con un soterramiento que recuerda a los puntos de sutura de una operación quirúrgica. Han tardado un mundo aunque fuese un hecho incuestionable: los pasos a nivel al aire libre, en pleno centro urbano, son un síntoma de una ciudad que no se ha preocupado por lo más elemental: la vida de sus habitantes. Son lugares donde la fatalidad acecha de forma constante, donde el más mínimo descubierto o error se paga con sangre.
Quienes lo han vivido lo saben. Cada vez que el silbido del tren resonaba en el aire, el barrio se detenía por un instante. Los coches frenaban, los peatones paraban, y el tiempo parecía suspenderse. En ese breve momento, el tren se convierte en un rey que atraviesa su reino, mientras la gente, como súbditos, espera pacientemente su paso. Es un ritual cotidiano, una danza entre el progreso y la espera, donde el tren, con su carga de sueños y esperanzas, se convierte en el símbolo de un viaje que nunca termina. Esa era la cara amable. Los 21 muertos la antítesis de un ayer que no debiera tener cabida en el siglo XXI.