NO parece que se trate de una de esas rocambolescas operaciones para robar un microfilm, propias del agente 007 o de alguno de los secuaces del doctor No. Más al contrario, se intuye que las imágenes desaparecidas se han traspapelado o se han caído de una carpeta, sin más. Seguro que habrá malpensados que sospechen y murmuren sobre si alguien ha robado las imágenes para que la persona acusada se vaya de rositas pero es un sinsentido. Hay copia de las imágenes y el juicio se repetirá dentro de unos días. Punto.

¿Cuál es el problema entonces? Se producen en el día a día tantas rarezas en el universo de los delitos varios que a más de uno le cuesta pensar que la desaparición de unas imágenes incriminatorias obedezcan a una casualidad. Al parecer lo es. La policía, que no es tonta, investiga por si las fly pero parece claro que no se trata de un hurto dedicado a hacer negocio en la deep web, esa oscuridad repleta de robos de información de usuarios infectados con malware. No, parece que no. Todo apunta a un desliz.

¿Qué describían las imágenes desaparecidas? Dicen que revelaban unas escenas incómodas y desagradables, sí, pero más habituales de lo que debieran: una cena de empresa en la que el acusado se sobrepasa y roba un beso a contraquerencia, apretándole el brazo a la víctima para que no vuele. La mujer rechaza la oferta, el abofetea y el hombre insiste en ir más allá. Ha acabado yendo a los tribunales y, no estoy seguro porque no soy hombre perito en leyes, acabará yendo a la cárcel. Ese es el más allá que merece, sin duda. El caso nos aporta dos o tres enseñanzas: ese del que hablan los refranes – “en casa del herrero, cuchillo de palo”– porque los custodios han dejado de custodiar, que las cenas de empresa las caga el diablo y, la esencial, que, el abuso es repugnante y ha de caer sobre él el peso de la ley.