Lo que siempre se quiso
El Athletic ha regresado de la Champions con la mezcla habitual de orgullo y desasosiego que acompaña a cada una de sus aventuras europeas. No es un equipo más: arrastra una identidad centenaria, un ideario casi romántico en un fútbol cada vez más industrial. Y precisamente por eso, cada noche continental se vive en Bilbao como un examen que va más allá del resultado. La Champions mide a los grandes por su presupuesto, su profundidad de plantilla y su pegada. Al Athletic, además, lo mide por la fidelidad a un proyecto que vive permanentemente en una cuerda floja.
El problema de este Athletic no es nuevo, pero este año se ha vuelto más evidente: le cuesta hacer gol con una insistencia casi desesperante. Las jugadas fluyen, el esfuerzo es incuestionable, el plan se reconoce. Pero cuando llega el momento de la verdad, el área rival se convierte en un territorio hostil. Los extremos trabajan con una nobleza admirable, pero rara vez desequilibran con la continuidad que exige la élite. Los mediapuntas aparecen y desaparecen como luces intermitentes. Y los delanteros -abnegados, disciplinados, generosos- viven atrapados entre defensas cada vez más físicos, más rápidos, más acostumbrados a jugar partidos de alta exigencia cada tres días.
La falta de gol no solo penaliza en Europa. En LaLiga, donde la regularidad es ley, el Athletic se ha dejado puntos que deberían haber sido suyos. Partidos dominados con suficiencia que terminan en empate; derrotas mínimas que revelan una fragilidad que no se explica por juego, sino por la ausencia de contundencia. Y en un campeonato donde la pelea por entrar en Europa es feroz, cada gol fallado es una piedra más en la mochila. El equipo lo nota: baja la confianza, se precipitan los centros, se fuerzan decisiones que en otras circunstancias serían más naturales.
Sin embargo, sería injusto reducir la temporada a una estadística de goles. Este Athletic compite, mantiene la dignidad del juego y conserva una voluntad que muchos clubes con mayores recursos envidiarían. Hay una base, claro que sí,, pero la defensa que se mantuvo firme en los días importantes deja alguna huella de deslice y hay un mediocampo que trabaja con silencio y eficacia sin encontrar, eso sí, la luz que alumbre el camino. Pero todo proyecto tiene un techo, y el del Athletic, sin gol, se vuelve demasiado bajo para mirar a los ojos a los gigantes del continente o para moverse con soltura entre los mejores de LaLiga.
La temporada avanza y la sensación es ambivalente: orgullo por lo logrado, inquietud por lo que falta. El Athletic necesita encontrar el camino del gol si quiere que esta Champions no sea un paréntesis efímero y que la LaLiga no se le vuelva un terreno pantanoso. No es solo una cuestión táctica. Es una urgencia competitiva. Una llamada a recuperar la eficacia que separa a los equipos que compiten de los que trascienden. Y el Athletic, por historia y por convicción, siempre ha querido lo segundo.
