IEMPRE fue un error y un intento de marcar las cartas de juego la judicialización de la política. Nunca una transformación de naturaleza política de la realidad jurídico-administrativa para dar respuesta a un necesario entorno de mutuo respeto y convivencia entre partes ha hallado en el rigor estricto de la legalidad vigente un aliado. Lo acredita la propia transición española, imposible a la luz del marco legal del momento. En el caso del contencioso político y territorial no resuelto en el Estado, esta situación se ha acrecentado por la dejación política de quienes han puesto al poder judicial español a confrontar con la legitimidad que sale de las urnas en los ámbitos territoriales -en este caso Catalunya- donde esa legitimidad recae en manos ajenas a sus intereses. Solo podía haber un elemento de mayor distorsión de la vida pública y las posibilidades de reconocimiento de realidades sociopolíticas existentes, por incómodas que resulten: que en el ámbito de la Judicatura se asuma su ejercicio con una actitud militante en una determinada concepción inmutable de la legalidad como mecanismo para contrarrestar los anhelos de cambio. El asunto de los indultos a los condenados por el procés catalán no se ha librado de ese mismo estigma que arrastra todo el conflicto. El pronunciamiento al respecto del Tribunal Supremo es preceptivo y necesario, aunque debió haber evitado ser una enmienda al Ejecutivo horas después de que el presidente Sánchez otorgara a la figura del indulto una función de asentar la concordia y la convivencia. El propio presidente en funciones del Tribunal y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Carlos Lesmes, dio una respuesta de contenido político en la que parafraseaba en sentido inverso a Sánchez en relación a la concordia. Las interpretaciones políticas contenidas en la argumentación del Alto Tribunal hablan de la "ficción de un sujeto colectivo" al aludir a los "presos del procès" y descalifica su iniciativa por comparación a lo que califica de "valores sociales hegemónicos", lo que es una barbaridad en sí mismo en tanto los valores sociales en democracia son los de la tolerancia, el respeto a la libre opinión y la formulación de vías para materializar, dentro del respeto a los derechos de la persona, las ideas y proyectos. Nunca someter estos a una suerte de "hegemonía" ideológica. Por asentada que esté la legalidad vigente, su evolución no puede verse lastrada por el inmovilismo jurídico.