EL anuncio por Alphabet, empresa matriz de Google, y los principales fabricantes estadounidenses de procesadores (Intel, Qualcomm...) de que dejarán de vender software y componentes a la firma china Huawei es mucho más que un decisión empresarial. No se puede considerar tampoco, no solo al menos, una mera batalla de la guerra comercial abierta por la administración que preside Donald Trump contra China. El cumplimiento de la orden ejecutiva emitida el pasado miércoles por el presidente de EE.UU. y completada con la confección por el Departamento de Comercio de una primera lista de compañías -que se ampliará para otoño - a las que se vetaba el acceso a tecnología estadounidense es en realidad la guerra misma por la supremacía tecnológica y, con ella, por el control de la información. Una guerra en la que EE.UU. sigue siendo el dueño del software (android copa el 85% del mercado mundial e IOS de Apple tiene un 10%), pero con China avanzando en paralelo: si Huawei se ha situado, desde el primer trimestre de este año, como la segunda marca mundial en venta de móviles tras la coreana Samsung y por delante de Apple, la empresa china es sobre todo líder mundial en redes y en el desarrollo del 5G, la próxima generación de comunicaciones. EE.UU. no ha sido el único país en vetar a Huawei -Canadá y Japón también lo han hecho mientras la UE se resiste- después de que Pekín aprobara su nueva ley de ciberseguridad que obliga a los operadores de red a transferir y almacenar sus datos en China, pero sí es el que más interés tiene en ese veto y quien más lejos parece querer llevarlo. Ahora bien, esa guerra de impredecible resultado por cuanto Huawei perdería a futuro las actualizaciones del sistema operativo de sus móviles (android) y de las apps, que asegura ser capaz de sustituir, mientras Google dejaría escapar una porción enorme de su mercado (más de 200 millones de móviles el pasado año) se libra con el usuario global como rehén, secuestrado en su cada vez mayor dependencia de los asimismo cada vez más complejos sistemas de telecomunicación por la voracidad de dominar la información que despliegan empresas tecnológicas y gobiernos, una voracidad ajena al control democrático y, más peligroso aún, incluso en la mayoría de los casos proclive a impedirlo.