Como si se tratase del pasaje bíblico, aquellos ya casi míticos padres de la Constitución dejaron escritas las Tablas de la Ley del mismo modo que Moisés las mostró en su solemne descenso del monte Sinaí. Ahí quedarían indelebles e inmutables los diez mandamientos de obligado cumplimiento para el pueblo. Era 1978, mucho más cercano que el Decálogo bíblico, pero que ha aguantado mucho peor el paso del tiempo. La Constitución española, para los que mandaron, mandan y seguirán mandando, es pretexto, es parapeto, es atado y bien atado, es garantía de que no se toque lo que no se haya de tocar para salvar a la patria. Moisés mostró al pueblo judío sus diez normas de comportamiento grabadas en piedra.
A la Constitución la esculpieron a todo lujo en papel pergamino y consta de preámbulo, 169 artículos, disposiciones adicionales, transitoria, derogatoria y final. Fíjate si hay por dónde meterle mano, tanta ordenanza y tanta norma. Pero no. Quienes pueden hacerlo, o sea, a propuesta del Gobierno y con los votos de dos grupos parlamentarios, vaya casualidad, históricamente se la han cogido con papel de fumar cada vez alguien habla de tocar a la sacrosanta.
Santificado el bipartidismo para siempre amén, en estos 46 años, con lo que ha llovido y cambiado el mundo, estas Tablas de la Ley sólo han sido retocadas hasta ahora en dos ocasiones; en 1992 para permitir el sufragio pasivo a extranjeros en las elecciones municipales, por mandato de la Unión Europea, y en 2011, también por narices europeas, para introducir el concepto de estabilidad presupuestaria para que la crisis económica de 2008 no nos llevase por delante. Y, por fin, ha llegado el momento de que Pedro Picapiedra vuelva a esculpir con el mazo un nuevo apaño en las Tablas corrigiendo un término que demuestra que aquellas tablas se esculpieron en la noche de los tiempos. En la noche del ruido de sables, del franquismo de cuerpo presente, del aislamiento europeo, del sálvese quien pueda y, si hay que tragar, se traga. En aquel cajón de sastre en el que los principios democráticos matrimoniaron con los valores eternos del Movimiento, sobrenadaron con las narices tapadas los históricos partidos de la oposición clandestina, que tragaron con la monarquía, la bandera, el ejército omnipotente y vigilante y la España Una e Indivisible.
Como se ha dicho, al texto de esta Constitución imperecedera se han asomado por tercera vez los dos partidos que más mandan para cambiar el despectivo término de “disminuido” por el de “persona con discapacidad”. Ha costado años, no vayan a creer, porque en el fondo sienten el escalofrío de que ese pequeño retoque a las Tablas de la Ley demuestra que no son intocables, que se les puede meter mano a sus 169 artículos y a alguien se le ocurra poner en solfa la monarquía, o al menos su impunidad ante la ley, o decidir que España es una nación de naciones, o vaya a saber las aberraciones que podrían poner en riesgo el chiringuito.
La verdad, lo de “disminuido” era tan anacrónico como lo son muchos de los 169 artículos que los dos partidos mayoritarios mantienen como intocables. Digo los dos, porque el otro, el neofranquista, ni siquiera aceptó que las personas con discapacidad hayan dejado de ser disminuidos.
En realidad, éstos seguirían condenado a los homosexuales bajo aquella Ley de Vagos y Maleantes, que era lo que había. l