SIEMPRE se aprende algo. Hace ya de este episodio varias décadas, era cuando aún iba yo descubriendo los enigmas de la vida rural y gustaba de patear las tierras que solo entreveía fugazmente desde el tren o desde el coche. Era a mediados de julio en la Nava de Zangotza y el cereal, ya empacado, brillaba bajo un sol de justicia. Hacía un calor épico, sobrecogedor, un calor de fuego que paralizaba a las moscas y amordazaba a las chicharras. Sentado sobre un mojón a la sombra de una acacia, la boina calada, fumando un negro, estático, y como petrificado, el viejo labrador miraba al infinito. Quise ser amable y le saludé: “Qué, ¿calor, eh?”. El labrador, sin mirarme siquiera, entrecerró los ojos y señalando al vacío susurró: “La canícula”.

La canícula

La canícula ocurre en ese espacio de tiempo, entre mediado julio y mediado agosto, en el que durante varias jornadas cae a plomo un calor inapelable, un calor hondo, un calor sin aire, que generaciones anteriores soportaban con resignación y con la sabiduría antigua del botijo, el abanico y la reclusión a cal y canto en lo más fresco del hogar. Durante la canícula, por lo general, todo quedaba en suspenso y el personal evitaba gastar energías en vano. La canícula era un paréntesis de letargo y ociosidad en el que todo quedaba en suspenso hasta que volviera el aire.

Le llamamos cambio climático, o calentamiento global, pero a esto es a lo que hemos llegado. Ya se nos ha ido de las manos hasta la canícula y le hemos puesto el nombre de ola de calor, que lo mismo asoma en mayo que en octubre. De momento. Ya alterado por el manto de CO2 y cuantas mierdas recubren el espacio, esos días tórridos peculiares que antaño estaban acotados cronológicamente sobrevienen sin avisar y sin que se sepa cómo ni cuándo comienzan o cómo ni cuándo acaban.

Como no hemos hecho caso a las alarmas de la ciencia, nos sobrevino la canícula y pretendemos continuar con nuestra vida veraniega descontrolada y caótica, desparramados en algarabía de viajes, terrazas, playas y barbacoas surfeando la ola tórrida como si no hubiera un mañana. O sea, tal y como venimos surfeando las otras olas, las del covid-19. Nos cayó como plomo la canícula y, al contrario de nuestros ancestros, pretendimos esquivarla echándonos a la calle sudados y sofocados a base de cañas, gintonics y helados de limón.

La negligencia y la codicia ignoraron el rigor de la canícula y sobre una tierra recalentada por la desidia y el abandono cayeron rayos y centellas con un fuego que miles de bomberos no consiguen sofocar. Mientras ardían miles de hectáreas de bosques y pastizales, los políticos se insultaban en el pleno del estado de la nación con aire acondicionado, que no decaiga, aquí no pasa nada. Solo pasa que nos estamos cargando el equilibrio climático y de la misma manera que nos ha sobrecogido una canícula insólita y desbocada, podrá echársenos encima un tsunami extravagante en Ondarreta, o un diluvio que convierta en torrentes enloquecidos nuestros arroyos, o un tornado atolondrado en la Estafeta.

Ojo, que la canícula súbita y fuera de tiesto puede ser otro aviso.