STA dinámica instaurada que interrumpe alegremente el calendario, como si no fuese un engorro parar en seco dos semanas, cuando no son tres, para luego volver a cogerle el hilo de la competición, se halla a punto de cubrir su tercera estación. La primera se ubicó a caballo entre agosto y septiembre, la segunda pilló en octubre y para el Athletic resultó eterna debido al aplazamiento de su cita con el Real Madrid y ahora está a punto de cerrar la tercera. Por costumbre quizá, pues en el fútbol es común buscar de antemano argumentos que expliquen lo que está por venir o sirvan a posteriori de justificación, se tiende a poner un interrogante sobre la capacidad de los profesionales para digerir tanto altibajo en la agenda.

La verdad es que en lo que va de temporada al equipo de Marcelino a fin de encajar el desproporcionado número de compromisos que en la actualidad afrontan los clubes. En cada regreso, el Athletic ha dejado la impresión de haber experimentado una mejoría en relación al tramo precedente de partidos. Especialmente llamativa fue la reacción observada con ocasión de los cruces con Villarreal, Espanyol y Real Sociedad, todos metidos con calzador en nueve días. No tanto por los resultados, que supieron a poco, pero sí por la imagen. Un juego más fluido con una disposición que denotaba mayor ambición y, por ende, confianza en las propias fuerzas.

Se interpretó como el despegue definitivo, un avance que serviría para que el Athletic enfilase la senda extraviada años atrás. Aparte de apoyarse en el rendimiento, es innegable que las siguientes citas contribuían lo suyo a alimentar la expectativa: Cádiz, Levante, Granada y Getafe asomaban en el horizonte. La oportunidad para corroborar la calidad del salto dado y asentarse en un escalón superior en la tabla; dejar de mirar el cogote de los rivales directos por Europa y codearse con ellos.

El primer asalto a la zona noble se truncó como consecuencia del típico petardazo, fenómeno que visita San Mamés con rigurosas puntualidad cada curso. El pobre Cádiz le sacó los colores y la plantilla ha dispuesto de dos semanas para recapacitar, pero el orden de los encuentros no ha variado y toca viajar al campo del Levante, otro conjunto deprimido, hundido. Casi que dan ganas de eludir fijarse en la identidad del rival que aguarda este viernes. No se trata de ser agoreros en vísperas de un partido que en pura teoría se ha de catalogar como asequible, pero que, como cualquier otro, reclama una confirmación práctica.

Si fuese posible ponerse en la piel de los jugadores, seguro que ante el reto inminente uno sentiría un ardiente deseo de reivindicación mezclado con un no menos intenso afán de contrición. El escenario es el adecuado para pasar página y recuperar el paso después del tropezón. ¿Volver a empezar? No, si se considera que el equipo ha ido construyendo unas bases desde la pretemporada de las que se ha valido para describir una trayectoria sugerente hasta cierto punto y desde luego suficiente para sentirse en condiciones de aspirar a más.

De esto va la historia, de evolucionar jornada a jornada y preservar un grado de regularidad incluso con dudas y algún disgusto. En los próximos meses el calendario será más denso, se van a ir abriendo nuevos frentes, la Copa y la Supercopa, de modo que cada cual irá colocándose en el sitio que en verdad le corresponde. Es hora de que el Athletic demuestre de qué pasta está hecho. La hora de ver si el crédito que el equipo reclama para sí esconde algo más sólido que el simple deseo.