Y ahora qué. Ir partido a partido, centrarse en cada compromiso por obligación y, cabría añadir, por respeto a unos seguidores que continúan en estado catatónico (con rigidez muscular y estupor mental) tras contemplar el derrumbe en las dos finales, donde el equipo no dio la talla, estuvo muy lejos de parecerse al Athletic, que era lo único que se pedía y que de haberse materializado es probable que hubiese valido para superar a una Real que evidenció limitaciones muy similares.

Es el plan previsto por Marcelino hasta que a mediados de mayo la temporada baje la persiana: “Levantarnos y competir”. Lo primero va a costar; así que lo segundo, también. Es una aspiración incumplida en las semanas previas al doble evento de La Cartuja, cuando por lógica debería haber sido más sencillo.

Haber jugado un elevado número de partidos desde enero es la explicación que ha encontrado el entrenador, a quien le ha dado por hablar de lo que le pasa al Athletic como si él no fuese el máximo responsable. Hombre, cuando le preguntan directamente asume como propio ese rol y hasta concede que ha debido cometer muchas equivocaciones para llegar a la situación actual. Pero luego, describe los problemas como si ocurriesen en otro equipo, no en el que él dirige.

En ocasiones analiza o se refiere a aspectos concretos que afectan de lleno al comportamiento del equipo como si fuesen normales, no siéndolo. Lamentar la acumulación de lesionados está muy bien, pero al menos dos (Yeray y Yuri) cayeron en la cita de Anoeta, cuatro días después de la final, jornada en que Marcelino sorprendió al mundo poniendo a los mismos once que fracasaron en la final y acabaron derrengados en todos los sentidos.

El caso de Muniain. Asegurar que se siguió el protocolo habitual para decidir su alineación en la segunda final equivale sencillamente a no contar lo que realmente ocurrió. Es una forma de quitarse el muerto de encima. El capitán estaba cojo, tanto que fue objeto de un tratamiento de urgencia, a la desesperada y por ser vos quien sois, hasta poco antes del comienzo del partido. No vale de excusa que él dijera hallarse en condiciones. Si dijo esto, mal también porque no era verdad, pero es que da igual porque para algo está el entrenador. En el minuto once, Muniain ni siquiera hizo ademán de tirar una falta, la que remató Iñigo Martínez, que era idéntica a la que sacó en el minuto 90 de la final de la Supercopa y permitió a Villalibre establecer el empate que dio paso a la prórroga. Sería la prueba fehaciente de que el jugador no estaba para nada, de lo contrario para rato que le iba a ceder el lanzamiento a Berenguer.

Este episodio sería uno más en la lista que demuestra que en Lezama las jerarquías funcionan manga por hombro: ni se valoran los méritos, ni los implicados asumen la posición que le corresponde en el escalafón. Capitán y entrenador quedaron retratados, pero con aducir que fue “una lesión rara” se zanja el asunto y a otra cosa, mariposa. La consecuencia real fue que el Athletic afrontó la final, ¡una final!, en inferioridad como si nada, como si la cita no entrañase de por sí suficiente complejidad.

Si Muniain consigue ser titular estando indispuesto, qué razones pueden aducirse para que otros compañeros no mantengan dicha condición. Desde luego, un bajo rendimiento continuado no se contempla como razón de peso, es algo comprobado. Era así con Garitano, se diría que este no ha escarmentado en cabeza ajena. Mientras, ahí está Villalibre, para poner parches o dar respiro a los “importantes”, que sin duda lo serán por diversas cuestiones aunque no precisamente por su aportación habitual al colectivo. ¿Cómo se come que futbolistas de ataque estén semanas, incluso meses, de sequía sin que se adopte algún tipo de medida? Escudarse en que los jóvenes son peores o defraudan en sus esporádicas actuaciones es un argumento no solo tramposo sino inaceptable en este club.

A lo mejor, otro gallo cantaría si de verdad se apostase por ellos, si jugasen con asiduidad, si gozasen de tantas oportunidades y protección como los que no marcan diferencias.