eL PSOE tiene prisa. ERC, obsesiones. Bajo coordenadas tan dispares, Pedro Sánchez acaricia su investidura, que cada día ve más cerca y con razón. Eso sí, quizá no tan rápida como pretende su ansiedad para acabar de una vez con semejante provisionalidad. Por el camino se le vuelven a cruzar los jueces, especialmente el próximo día 19. Los republicanos catalanes viven muy pendientes de la resolución del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre la inmunidad de Oriol Junqueras. Casualmente, la misma fecha en la que, con dosis de innegable intención, los socialistas pretenden arrancar el debate de investidura. En la Corte hay miedo reverencial a este veredicto tras conocerse los argumentos del fiscal polaco, nada comprensivo con las tesis de Marchena. Nadie descarta con rotundidad que se asista a un vuelco copernicano de los derechos representativos de varios de los líderes independentistas condenados. Si así fuera, hasta Carles Puigdemont podría pasearse por delante de casa esta Navidad. Una sacudida de imprevisibles consecuencias. O, simplemente, la penitencia al pecado de haber transferido tan irresponsablemente a las togas la capacidad de respuesta que siempre debió corresponder a la política.

ERC juega con fuego. Es el centro de todas las miradas porque tiene la carta de triunfo en su mano. Se mueve entre el riesgo del sambenito de botifler, unas autonómicas adelantadas a contrapié o la ocasión perdida de Madrid si un día gobierna la derecha del 155. Una incómoda posición porque los republicanos saben que en estos tiempos líquidos la responsabilidad no cotiza. Su voluntad está mucho más próxima a la abstención que sus declaraciones amenazadoras. El presidente en funciones lo sabe y de ahí que no pueda reprimirse en decirlo aunque este ejercicio de sinceridad compromete a los republicanos. Un posible entendimiento en solo dos reuniones corre el riesgo de ser interpretado desde Catalunya como un ejercicio de entreguismo.

Unidas Podemos espera agazapado el desenlace sin mover un dedo. Pablo Iglesias no es interlocutor válido para un asunto de tamaña magnitud como el diálogo con ERC. Lo suyo queda para dar los últimos retoques a un reparto de cargos ultimado en sus frecuentes mano a mano con Sánchez. El resto del día lo dedica a rebajar como puede el impacto de las feas denuncias que se le acumulan por el supuesto manejo de dinero negro. Una incómoda polémica antes de llegar el día histórico de su entrada en un gobierno y que surge de las guerras intestinas incubadas en una coalición inclemente en su origen con la corrupción de los demás.

Son tiempos de zozobra. Es cierto que Greta Thunberg y la Cumbre del Clima han servido para distraer puntualmente la atención, pero tampoco sus impresionantes despliegues han aliviado los torpedos mediáticos, que siguen muy inflamados. La joven activista ecológica ha desbordado las redes sociales entre aplausos y memes, mientras la oposición, poco comprometida con la irrevocable apuesta por un nuevo tiempo verde, ha desviado el tiro para lamentar que el protagonismo interminable de Sánchez relega la figura del rey. La derecha busca así nuevas grietas para debilitar a un presidente que tampoco se siente especialmente incómodo porque asiste entretenido a los zarpazos entre PP y Vox, especialmente, y a las improvisadas piruetas de Inés Arrimadas. Aquella izquierda históricamente considerada cainita con balance de víctimas en la mano se antoja ahora una despedida de fin de curso comparada con las descalificaciones entre Abascal y Casado por los puestos en la Mesa del Congreso o entre Rocío Monasterio y Díaz Ayuso por los incidentes de menores extranjeros.

Se avecina el desenlace. El Gobierno en funciones admite que carece de plan B. El soberanismo es su única tabla de salvación. Una auténtica paradoja cuando suenan atronadores las constantes apelaciones a la unidad de la patria y a la defensa inmovilista de una Constitución cada aniversario más alejada de la realidad territorial y social. El entorno más propicio para el enfrentamiento, azuzado por la permanente exhibición del españolismo de Vox que desquicia, sobre todo, la estrategia de sus socios. En ese contexto, España busca una estabilidad que se le resiste desde hace ya demasiado tiempo para desesperación de las autoridades comunitarias y, en especial, de los inversores, incapaces de atisbar una seguridad jurídica más allá de los coletazos de Villarejo.