EL caballista Santi Abascal sonríe. Observa satisfecho cómo Vox ha embridado en apenas dos días al resto de esa misma derecha que les repelían con razón por fascistas en pleno fragor electoral. Nada como vislumbrar la cercanía del poder para tragarse sin náuseas la bilis y desairar a una izquierda que descose sus hilvanes ideológicos por pueriles egocentrismos, que en ocasiones parecen estratégicos. Paradójicamente, mes y medio después de que las urnas hablaran con claridad dos veces seguidas, ya nada parece igual. Aquel mapa político que parecía teñirse de rojo se diluye. Aquel Pedro Sánchez, claro vencedor sobre un PP hundido y un Albert Rivera desencajado, se afana ahora en asegurarse con urgencia una investidura metiendo el miedo en el cuerpo con la amenaza de unas nuevas elecciones. Su prepotencia inicial, esperando agazapado la fragilidad de unos rivales engañosamente mal avenidos, le ha resultado fallida. Hasta que ha aparecido en escena Gabriel Rufián para visualizar que ERC decide, también en España: con el PSOE no habrá 155 y se podrá hablar. En menos de un mes Sánchez será investido en el segundo intento.

Hasta entonces, se juega por debajo de la mesa para definir el futuro de ayuntamientos y autonomías en medio de ofertas y chantajes nada edificantes para la pretendida regeneración democrática. El mercadeo ya no entiende de colores por su ambición desbocada. Los demócratas empezaron a reírse por el pueril intento de Begoña Villacís (C’s) de repartirse con el PP los cuatro años de la alcaldía de Madrid. Cuando aún se seguían escuchando los ecos críticos del despropósito, surge el independentista Ernest Maragall y le imita el copyright sin sonrojarse al comprobar que pierde su pulso con Ada Colau. Desgraciadamente tan descarado modelo partitocrático lleva camino de hacerse viral en varios ayuntamientos.

Es el tiempo que las derechas están aprovechando entre bambalinas para hacerse con el poder mientras la izquierda debate, primero, sobre el debate y, luego, si es procedente debatir. Nunca un resultado en las urnas más patético podría imaginarse que desembocaría en semejante conquista de alcaldías, diputaciones y autonomías para los perdedores. PP y especialmente Ciudadanos no han tenido miedo escénico alguno por las lógicas repercusiones de ese clamor democrático que provoca su bochornosa connivencia con la ultraderecha. París bien vale una misa, deben pensar mientras afinan el reparto del botín. Bajo una óptica de puro pragmatismo, esta alianza sin fotografías pero con documentos firmados en la mano siempre amenazante de Vox permite al trifachito poner la pica en Madrid y también en Castilla y León y Murcia, curiosamente tres de los territorios más apestados por la corrupción. Por si fuera poco, meten en el zurrón las principales alcaldías de Aragón y hasta advierten al PSOE de que les pueden bloquear el gobierno autonómico si se lo proponen. Todo junto en la misma semana que el PP se sienta en el banquillo por martillear sus discos duros de la contabilidad negra sin que la prensa pueda recoger imágenes ni testificaciones del juicio.

El infortunio queda para Más Madrid, que llora su suerte después de una victoria insuficiente para aplacar el contubernio contra la continuidad de Manuela Carmena. Todavía puede ser peor la suerte para este conglomerado de izquierdas si la previsible ausencia de la veterana alcaldesa desata la habitual lucha de protagonismos cainitas que acaben por dinamitar su proyecto político.

Frente a este escenario nada improbable, Pablo Casado ríe, al final, su suerte. Madrid le ha salvado de la quema personal a la que se veía abocado por la crueldad de unos pésimos resultados y la consiguiente desazón interna de un PP, que sigue buscando su horizonte. El mérito se lo debe a Vox, con quien no tendrá reparos en caminar de mano. El matrimonio Rocío Monasterio-Iván Espinosa de los Monteros -un dúo a tener en cuenta- le ha desbrozado el terreno con una calculada presión sobre C’s. Rivera sale desfigurado políticamente de este alocado carrusel de pactos. Aunque lo disimule, la realidad le ha puesto contra la pared, sobre todo a los ojos de Europa, donde ya no será agasajado por Macron como cuando decidieron la apuesta de Manuel Valls. Quizá piense que en cuatro años todo se olvida.