EL mundo cambia en un instante y nacemos en un día, decía la poeta chilena Gabriela Mistral, dando a entender que el cambio y la oportunidad surge de repente, en un periquete, en un santiamén. Tentando el cuerpo por ver si no había un hueso roto tras las turbulencias del año recién concluido, el Athletic ya mira hacia el futuro según solía: echándole ojo y medio a la fábrica y el otro medio al mercado. Tras aquellas fatigas de diciembre y el disgusto de los exámenes finales, flota en el aire una sensación extraña. ¿Será posible soñar con el presente de la primera plantilla o son las caras nuevas las que despiertan un nuevo sueño? Gaizka Larrazabal, Iñigo Vicente, Oihan Sancet, Asier Villalibre, Daniel Vivian y Unai Vencedor, son los nombres que traen consigo la esperanza. Como antaño, cuando los fichajes eran la excepción y la cantera la regla.

Es bien sabido que el dinero ha cambiado los usos y costumbres. Y que las exigencias de la competición dejan poco margen para las probaturas, que la paciencia es una virtud relegada al furgón de cola y que los riesgos son mayores hoy que ayer. ¿Qué hacer entonces? Cada cual tendrá su idea pero el fútbol -sí, también el fútbol- es de los valientes. Duele escuchar en los últimos días esa idea de que el Athletic está condenado a reforzarse con sus mimbres. ¿Condenado? Crecer así no es milagroso sino ejemplar. Lo sabemos bien desde hace más de un siglo y no parecen de recibo esas lágrimas de congoja que se ven entre cierta parte de la afición. El Athletic de los estrenos es, debiera serlo siempre, un aleluya para un pueblo que aspira a hacerse grande con sus fuerzas. La del roble, la del Cantábrico, la del hierro forjado. Dirán que esos son versos, palabras y más palabras que se lleva el viento. También Gabriela era mujer y poeta. Y ganó un Nobel.