UNO se ha cruzado con él tantas veces por el dédalo de calles del Casco Viejo que en alguna que otra ocasión, preso de los estragos de esa modalidad de diversión líquida que tanto se estila en las Siete Calles, tuve la tentación de pedirle las llaves. Tuvo que tenerlas, sin duda. Las llaves del Casco Viejo, digo. Gastaba el aire de un sereno vestido de traje, del vigía del faro con camisa y chaqueta, del guardián de los cantones. No lo hice porque hubiese sido un gesto descortés por mi parte. Y porque Jon ha sido y es algo más que el ojo que todo lo ve. Fue, es y será un hijo de esas calles.

De algunas más que de otras, supongo. Su semblanza se recorta sobre la Plaza Nueva o en el kiosco de El Arenal, los retablos de San Antón, los puestos del Mercado de La Ribera, el busto de Unamuno y el Teatro Arriaga. Sí, junto a la Virgen de los Txikiteros, también. Digo que de algunas más porque asalta mi memoria aquella calle que fue fortaleza, Carnicería Vieja, la calle donde comienza la historia de Jon Aldeiturriaga y que tomó ese nombre porque allí se estableció el primer matadero de la villa. Lo que hoy nos importa es recordar que “fue la primera calle peatonalizada” del Casco Viejo, un hermoso “patio de recreo” de su infancia, le he escuchado decir alguna que otra vez. Hoy no se va. Ni siquiera se detiene. Seguirá paseándose por sus calles, quizás, eso sí, sin chaqueta ni corbata.