ANTA Walpurga fue una monja misionera del siglo VIII que extendió la palabra por la Europa central de la época y fue canonizada un 1 de mayo. Aprovechando aquello del Pisuerga, se le dedicó la noche del 30 de abril para exorcizar la fiesta pagana que ancestralmente celebraba en esas fechas el renacimiento de los campos aunque, vaya usted a saber por qué, acabó considerada la noche en la que las brujas, convecinas ocultas y silenciosas el resto del año, volaban sobre ellos y liberaban espíritus malignos. Es la llamada noche de Walpurgis, reducida hoy a algo parecido a nuestras sanjuanadas.

Pedro Sánchez no será devoto de Santa Walpurga pero la remodelación de su gobierno ha tenido algo de exorcismo. Para empezar, como en Walpurgis, el héroe y el villano se entremezclan, de modo que el vecino y el amigo pasa a ser de golpe y porrazo la amenaza que hay que exorcizar. Sánchez ha lanzado una mirada introspectiva y a concluido que sus pecados deben arder en la hoguera de la expiación. Así que ha pegado fuego a sus colaboradores más próximos por ser los más significados en los errores de cálculo compartidos -pongan aquí mociones de censura-, pulsos internos de su gobierno -pongan aquí la tensión con Unidas Podemos- o mera parálisis gestora -pongan aquí a todos los purgados-. El presidente ha aprovechado para el giro hacia su partido, al que tenía más bien olvidado. Amortizada Susana Díaz, tocaba recomponer liderazgo y lo hace buscando recomponer el puente entre las bases y la estructura federal, que pendía de un hilo. Acierto para él de cara al Congreso de octubre. Pero tiene pendiente atornillar las dos partes de su gabinete y no basta con no pisar el césped ministerial de Unidas Podemos. En la noche de Walpurgis de este fin de semana no arden los factores de su desgaste -debate nacional, reformas sociales, reactivación económica-.