ESULTAN hasta cierto punto sorprendentes las lecturas de situación que concluyen que el Partido Popular de Pablo Casado se equivoca al seguir la estela del rechazo a los indultos de los presos del procés mediante movilizaciones en la calle y mociones en los ayuntamientos de todo el Estado. La mayoría de quienes no aplauden con convicción esa estrategia consideran que se está dejando arrastrar por una fórmula de crispación social que solo beneficia a la extrema derecha agrupada en torno a Vox. No es que ese fenómeno no se vaya a dar sino que el principal responsable del mismo es el propio Partido Popular. Negar la cuestión territorial, rechazar la existencia de un rango diferenciador de las nacionalidades sobre las regiones, que identifica la Constitución del 78, ha sido siempre una de las enseñas de los partidos de ámbito estatal. Tanto de la derecha como de la izquierda -ahí está la Loapa para dar fe, que se convirtió en el café para todos, soluciones para nadie que lleva la firma de Felipe González-. Pero en el caso catalán la paternidad de la socialización y judicialización del contencioso sobre su autogobierno es propiedad del PP de Mariano Rajoy. Fue él quien lideró, estando en la oposición, la campaña de firmas, de recursos judiciales y de criminalización de la realidad nacional catalana cuando esta estaba siquiera tímidamente recogida en un nuevo Estatut pactado y refrendado por los catalanes. Fue este PP el que llevó a Rajoy a La Moncloa sobre la fractura ciudadana consiguiente al torpedeo de ese texto legitimado y la deslealtad hacia el Gobierno de Rodríguez Zapatero -que ayudó con errores de bulto- en plena crisis financiera global. De modo que Casado no va arrastrado a la Plaza de Colón. Sigue la misma inercia que impulsó su partido con su concepción monolítica del país aunque su escisión radical dé la sensación de tirarle de la correa.