LLEGA el momento en el que ya no da mucho más de sí el esgrima de salón que los partidos han venido practicando en las últimas semanas. Esto afecta en primer lugar a Pedro Sánchez que, al fin y al cabo, ha sido quien ha puesto a todos sobre el tapiz y a él mismo a la cabeza de un juego de amagos y fintas que ya no da más de sí. Los papeles están repartidos y, sobre todo, asumidos por parte de todos. A Sánchez le toca ser consecuente. Eso implica asumir que la legislatura en ciernes solo será posible si asume que sus interlocutores no están en el eje del no. Si tiene lógicas dudas sobre la estabilidad de los socios coyunturales para su investidura, que ya lo fueron para la moción de censura contra Rajoy que le llevó a él a Moncloa, tiene que tener tanto o más claro que quienes le van a rechazar como presidente le van a hacer una oposición cainita. Tendrá que tener los hombros anchos porque lo más bonito que le van a llamar por dialogar con el soberanismo catalán y vasco es traidor. Pero ponerse en manos de la derecha es renunciar a marcar una línea de gobierno que rescate la política del diálogo, el reconocimiento y el consenso. Sánchez tiene que poner a sus expertos a trabajar en cómo explicar a los españoles las ventajas del consenso por la vía del encuentro, lo que implica cesiones, y no por la de la imposición. El vértigo que en su día tuvieron aquellos dirigentes catalanes que no estuvieron dispuestos a ser tildados de traidores le acecha también a Sánchez. La experiencia reciente no anima a ello pero habrá que confiar en que el presidente en funciones tiene un plan de acción y no solo una inercia, como la que le llevó a repetir elecciones. Coger las riendas es tomar decisiones.