SE cansa uno de escuchar y leer a quienes de verdad saben de esto -no como nosotros, los de provincias- que el pulso electoral se está configurando en torno al realineamiento de los partidos hacia el centro, que es donde están ellos. Los analistas quiero decir. Parece que Pablo Casado, el que no gastaría un euro en exhumar al dictador, el que cuenta la gesta de Elcano asegurando que el de Getaria circunvaló el planeta envuelto en la rojigualda, es ahora un centrista de toda la vida. Le aplaude José María Aznar por su giro después de tirar de él hacia el extremo. Pero, de vuelta al centro, puede no encontrarse con aquel a quien hasta hace unas semanas encumbraban las mismas plumas como paradigma del centrismo liberal: Albert Rivera. Su tránsito hacia la derecha no terminará antes del 10-N y, si acaso, después de que le llame Pedro Sánchez para darle un barniz de moderado que le distinga del díscolo Iglesias. Esa conversación es el sueño húmedo que esconde el discurso de la estabilidad con la que masajean al líder socialista. Si hasta Iñigo Errejón llega con un halo de moderación que amenaza con superpoblar el centro. Pero ese espacio lo quiere Sánchez todo para él. Amplía las bases de su discurso en un mensaje social por la izquierda y uno nacionalista hacia la derecha. En el camino ha perdido el respeto a la diversidad plurinacional y hasta la posibilidad de reformas estatutarias -la ofreció a Catalunya y hoy afirma que no hay nada que tocar-. Tanto explorador reclamando para sí el centro, parecen haber perdido el norte. No está claro si de ese centro quedará algo después del 10-N, pero ese espacio no estaba donde hoy lo sitúan quienes se lo disputan.