LA derecha ha acuñado hace tiempo el término “sanchismo” y lo repite a todas horas. Es normal. También hubo en su tiempo el “zapaterismo”, el “aznarismo” (y su “aznarato”) y el “marianismo”. En un intento de interpretación de a lo que PP, Ciudadanos y Vox quieren referirse, una definición muy personal y libre de “sanchismo” sería algo así como “Práctica política caracterizada por el ansia desmedida de poder aunque para lograrlo deba procederse a la traición a los principios fundamentales que nosotros fijamos como inviolables, en especial la sagrada unidad de España”.

Inés Arrimadas, por ejemplo, no para de hablar de “sanchismo”. Lo usa para todo. Creo que la dirigente de Ciudadanos se está ganando ya el protagonismo de liderar el “arrimadismo” en la política española. El término, además, es un hallazgo: logra aunar el apellido de la cabecilla con el significado real y figurado de la palabra. Sería algo así como “Práctica política consistente en provocar al adversario o adversarios arrimando siempre el ascua a la sardina propia. Imprescindible que tenga lugar con alarde mediático o, en su caso, muchos selfis”. Ella lo clava. Da lo mismo el independentismo, la izquierda, el nacionalismo o el colectivo homosexual: ahí esta ella, rodeada de enemigos, arrimando la brasa a su pescado. En Catalunya ya conocían bien el “arrimadismo”. Ahora, con el salto a Madrid, el procés ha perdido -por suerte- su toque provocador pero ya la están conociendo por la capital. El problema es que el “arrimadismo” -que, a diferencia de otros casos, no desaparecerá con Inés Arrimadas- solo se combate con el desprecio de no hacer aprecio. Y es de temer que aún estemos lejos de ello.