Repasando películas y series en agosto, cada vez más me maravillo del daño que se ha hecho a la historia. No toda la culpa es de Hollywood, ciertamente. La prensa, y antes de la prensa, los relatos de cada época, tuvieron su parte de culpa.

Yendo bastante atrás en el tiempo, empecemos por los vikingos. Nos imaginamos a los vikingos gigantes, sucios, con barbas salvajes y cascos con cuernos. Pues bien, debemos tirar todo eso directamente a la basura. El icónico casco con cuernos fue un invento del siglo XIX de un diseñador de vestuario para una ópera. Porque le parecía que quedaba bien. Así de sencillo. Y los vikingos no tenían de bárbaros sucios más que ningún otro pueblo.

Es más, los vikingos eran famosos por su obsesión por el cuidado personal. Entre sus restos arqueológicos se han encontrado montones de peines, pinzas y navajas de afeitar. De hecho, los escritores ingleses de la época se quejaban de que los vikingos eran demasiado limpios, se bañaban semanalmente y se peinaban meticulosamente, lo que los hacía peligrosamente populares entre las mujeres anglosajonas locales.

Y eso de que eran unos bestias, es otra burda simplificación. Sí que eran temidos y conocidos por sus incursiones y saqueos, pero eran mucho más que eso: eran exploradores, comerciantes, agricultores, artesanos e innovadores constructores de barcos. Lo que me lleva a otro tópico vikingo: sus funerales. Se nos muestra en series y películas que los cadáveres de sus poderosos jefes tribales eran metidos en sus barcos, empujados al mar y enviados al Valhala en una llamarada de gloria por una sola flecha en llamas. Lo cierto es que impresiona en pantalla. Pero es otra falsedad que cae de su propio peso. Es cierto que el fuego formaba parte de sus rituales, pero normalmente se cremaban en tierra. Un drakkar era una inversión enorme. No iban a convertirlo en una barbacoa cara e ineficaz.

Repasemos la Edad Media. Eso de que el medievo era una época oscura, un paréntesis de retraso entre el imperio romano y la edad de las luces era un bulo interesado de los filósofos de la ilustración para auto-promocionarse. Por su culpa, tenemos metido entre ojo y ojo que fue una época en la que todo el mundo estaba tan cubierto de mugre, y que el hedor debía de ser sencillamente insoportable.

Bueno, no nos creamos tan superiores con nuestras duchas modernas. Aunque no se bañaban con gel de lavanda artesanal, la idea de que nunca se bañaban es falsa. Existían jabones de diversas formas. Los baños públicos, eran comunes en pueblos y ciudades. La limpieza también estaba relacionada con la piedad religiosa. Entendían el concepto básico de la higiene. Simplemente no tenían el lujo de nuestras instalaciones de fontanería. No eran salvajes sucios. Solo tenían una definición diferente –y probablemente mucho más fría– del momento del baño.

Otro mito de cuento de hadas que nos han vendido es que todas las mujeres medievales eran algo así como damiselas indefensas encerradas en torres esperando a un príncipe azul. Sí, la enorme mayoría de quienes se iban a la guerra eran hombres, pero relegar a las mujeres a la nada es –cuanto menos– otra visión simplista más de la historia que nos ha venido dada. Dependiendo de su clase social, una mujer podía ser una auténtica jefa. Las mujeres nobles dirigían enormes fincas, mandaban en castillos y eran hábiles políticas. En las ciudades, las mujeres eran maestras cerveceras, tejedoras y comerciantes que dirigían sus propios negocios y eran integrantes respetadas de los gremios. Seamos realistas, tampoco era ningún paraíso feminista, pero la realidad distaba mucho lo que nos pintan tanto libros de historia como Hollywood. Les recomiendo Tierra de Damas, de Isabel Mellén. Puede ser un buen antídoto contra estas versiones interesadas que nos han ido vendiendo.

Por otro lado, eso de que en la Edad Media se tenía suerte si se llegaba a la avanzada edad de 30 años, y de que la vida era desagradable, brutal y ridículamente corta es un caso clásico en el que las estadísticas mienten. La esperanza de vida media de 30 o 35 años era efectivamente baja, porque incluye las tasas –entonces muy elevada– de mortalidad infantil y juvenil. La medicina existía, sí, pero aún no contaba con el nivel y los medios científicos de que hemos dispuesto desde el siglo XX. Un virus estomacal o una fiebre que hoy en día se curarían con cuatro pastillas podían ser mortales para un niño en esos tiempos. Sin embargo, con el tiempo, si lograbas acumular los suficientes anticuerpos y llegabas a los 20 años, tus posibilidades de vivir hasta los 60 o incluso los 70 eran sorprendentemente buenas.

Lo cierto es que la propaganda política era algo igual de efectivo en el pasado que lo es ahora, hasta el punto que ha influido en determinados aspectos de nuestra percepción histórica: Catalina la Grande de Rusia fue una emperatriz poderosa, inteligente y formidable que expandió su imperio y supervisó una edad de oro. Pero, se le vilipendió aún más que, luego, a Napoleón. La propaganda afirmaba que su muerte estuvo relacionada con un encuentro muy desafortunado y físicamente imposible con un caballo. Este repugnante rumor es una de las calumnias viles y memorables que casi ha eclipsado la totalidad de su legado. Fue inventado por sus enemigos políticos, concretamente por la corte francesa, para presentarla como un monstruo depravado y degenerado, cuando la realidad era aburrida y nada escandalosa. Murió de un derrame cerebral a los 67 años en sus aposentos privados.

Otro ejemplo: tenemos la imagen de un Napoleón circunspecto, malhumorado y sobre todo, un tirano bajito con un ego desmesurado con el que básicamente compensaba su estatura. Pues bien, resulta que medía alrededor de 1,70 m, lo que en realidad era un poco más alto que el francés medio de la época. Eso de que era “el pequeño cabo” fue posiblemente la campaña de desprestigio más exitosa de la historia, cortesía de los británicos. Sus periódicos lo dibujaban sin descanso como un monstruo furioso y enano para que pareciera menos temible y amenazador.

Bueno, vale. Basta ya de cuentos que nos amargan las vacaciones mientras nos tomamos el café con un suculento cruasán francés. Pues ya me dan ustedes envidia con ese símbolo perfecto y mantecoso de la cultura francesa. Solo con pensar en él, casi se puede saborear el aire de la mañana parisina. Pues bien, prepárense para otro pequeño gran chasco, porque de francés tiene poco. Sí, ese bollo suculento de donde procede es de Viena, Austria. El original se llamaba kipur y tenía forma de media luna para burlarse de la bandera del Imperio otomano tras una victoria militar. Entonces, ¿Cómo se convirtió este trofeo austriaco en un suculento bollo francés? Muy sencillo: un austriaco abrió una panadería en París en la década de 1830 y enganchó a la ciudad como si fuera una nueva droga. Los panaderos franceses, viendo el filón, lo copiaron, lo perfeccionaron con hojaldre y le pusieron un nombre francés. Croassant es creciente en francés, como en luna creciente. Todo un hurto culinario en la historia.

Mis allegados me dicen que no quieren ver películas de la Segunda Guerra Mundial conmigo. Que se las amargo. Que si ese uniforme no es. Que si ese tanque no es el que debería ser. Me dicen: “tú céntrate en el relato”. Y yo les respondo: “¿A que te resultaría difícil centrarte en una de vikingos con metralletas?”. Pues eso. No se dejen engañar. Con estas mentirijillas históricas visten a las grandes.