La simultánea está llegando a su fin. Las fichas caídas se apilan en las bandas del tablero. El jugador palpa, se sienta y se desprende de sus gafas oscuras, dejando en el aire dos puntos negros que clavan a su oponente a un palmo de la silla, y congelan su mente unos segundos. El ciego es piedra hasta que al fin el otro canta el lance y pulsa el botón del reloj. Recibe la respuesta según pestañea con el clic que le devuelve el turno. Mate en dos. Luego, se levanta y saluda; un saludo frío. Recoge su mirada, que aún flota en el aire, y se la lleva a la siguiente mesa. Deja al contrincante muerto, aunque todavía no es consciente de ello, como le ocurre a un zombi, como una mosca que ha aspirado el veneno y no sabe que en dos minutos será historia. El tiempo perdido en una mirada hueca estaba ya previsto y su dueño lo aprovechó para adelantarse dos pasos haciendo chinescas con la zurda. En el país de los tuertos el ciego es rey.