El movimiento de los jubilados reivindicando pensiones dignas ha sacado del armario de la insignificancia a esta clase social que ha sido el motor de los avances que se disfrutan en la sociedad moderna, pero que las instituciones y la dinámica de la vida ha relegado a dóciles ciudadanos sin derechos, solo dedicados a tareas auxiliares de la familia. La tercera edad es una época de la vida silenciosa plena de humillaciones y miedos, porque tradicionalmente los mayores no han tenido el coraje de exigir la dignidad que recibieron en activo siendo el sustento de la familia. Una mal entendida voluntad de mantener la paz en silencio a pesar de la falta de atención a la que les someten los hijo al jubilarse, pues solo les consideran para realizar tareas insignificantes relacionadas con la atención de los nietos o soportar humildemente broncas de los hijos. Aunque también compartiendo sus pensiones con los hijos en caso de necesidad o acoger en su domicilio cuando se producen problemas matrimoniales a los hijos. Siempre con el temor ante las amenazas de que los hijos no les cuiden cuando estén incapacitados y tengan que ser arrinconados en una residencia porque les consideran una carga que limiten su libertad. Salvo cuando están a la espera de la herencia, pues en ese caso los afectos son empalagosos. Los mayores deben mostrar dignidad y distinguir entre los falsos elogios y la propia autoestima para no degradarse. Tienen que exigir a los poderes públicos infraestructuras habitacionales y sanitarias adecuadas para acoger con dignidad y sin paternalismo lo que les corresponde, sin mendigar a los hijos ni amenazarles con la miseria del señuelo de la herencia.