NO dejo de leer por ahí que tal o cual algoritmo se aplica en no sé qué proceso y acelera la conclusión de tal o cual mecanismo. Como soy muy primario, he ido al diccionario y encuentro que un algoritmo es un “conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema”. Pero como también soy muy contestatario no puedo evitar preguntarme qué hacemos cuando en lugar de solucionarlo, el algoritmo crea el problema.

No estoy hablando de naderías tales como que un algoritmo decida qué noticia chorra sobre el famosísimo de esta semana tiene que ofrecerme mi buscador de internet o qué serie de televisión va a engancharme más a la plataforma que me la sugiere. Hablo de algo más gordo como que el algoritmo decida la orientación ideológica de las informaciones que deben formar mi opinión en función de cuáles son las más leídas, de que la empresa que selecciona empleados deje que decida por ella quién va a ser el trabajador más rentable y descarte a los demás o que, como ha hecho un profesor de instituto de Málaga, un algoritmo identifique anticipadamente qué alumno va a fracasar en secundaria.

No cuestionaré yo la utilidad del big data, puesto que nos facilita un conocimiento estadístico de una realidad de otro modo inabarcable. Pero sí tuerzo el morro ante el sibilino determinismo que se va construyendo cuando uno deja de tomar las decisiones en primera persona y cede a la sugerencia implícita en el resultado frío del algoritmo. Le resta a uno responsabilidad y sospechas de las decisiones irresponsables. Los mayores desastres, las injusticias más sangrantes acaban siendo culpa de nadie. Ya sé que, si un alumno hace pira y saca notas bajas no va por el camino del éxito y que mejor si el algoritmo alerta de ello pero, la verdad, que le caiga la cruz de su fracaso escolar anticipadamente también puede provocarlo.