INCOMBUSTIBLE aunque arda por los cuatro costados, el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, se ha convertido en la pieza insustituible del Gobierno de Pedro Sánchez. En tiempos de resiliencia, la mayor virtud del exjuex parece ser que se siente capaz de aguantar, inasequible al desaliento, el menú de carros y carretas que le sirve la actualidad que rodea a las responsabilidades de su Ministerio.

Melilla acabará tatuada en la anatomía del ministro como lo está Pegasus y algún otro patinazo menor. El acoso y derribo del último mes por las muertes en la valla de la ciudad autónoma se ha recrudecido tanto como han trascendido las imágenes que parecen desmentir su insistencia en reducir el problema a un debate topográfico sobre dónde empieza y termina el territorio español en el norte de África.

Grande-Marlaska atesora la dudosa cualidad de haber sido el ministro al que más información le sustrajeron de su móvil con Pegasus, fue el topo involuntario con su dispositivo infectado en reuniones de seguridad de nivel europeo y, ahora, aplica la regla fundamental del cargo de exculpar de toda responsabilidad a las fuerzas de seguridad, así se las muestren apuñalando gatitos.

En su descargo hay que decir que para Sánchez es el tapón que impide derramar la vergüenza, que parecen olvidar algunos, de haber jugado a apaciguar primero a Marruecos vendiendo a los saharauis, después de verse chuleados por el régimen alauí en forma de espionaje, y justo antes de obtener de los gendarmes el trato a los inmigrantes que se les pedía: contener, con todos los medios necesarios –que solo es uno: violencia hasta el homicidio– la ola hacia el norte. Todo esto lo ha vivido y somatizado Grande-Marlaska, al que un renuncio más o una comisión menos no le cambian el rictus. Es insustituible mientras no haya otro que se coma el marrón de ese Ministerio. l