EN casa me enseñaron la vieja elegancia de hablar sobre los errores en primera persona y de los aciertos en tercera. Como el artículo trata sobre los primeros, permítanme esta excepción.

Hace ahora 20 años, tuve mi primera experiencia con la cooperación internacional. Eran las prácticas del Máster del Instituto Hegoa en la UPV. Fueron en Angola, que salía de 27 años de conflictos y un millón de muertos. Para algunos, la guerra más larga, cruel y mortífera del siglo pasado. Las necesidades eran todas: alimentación, desminado, infraestructuras, saneamiento, educación, salud. Era un joven con un peligroso entusiasmo por contribuir a que el mundo fuera un poco menos injusto. El tiempo y, sobre todo, las meteduras de pata te van recolocando después.

La primera noche me llevaron a cenar con un grupo de personas angoleñas. Todas eran egresadas de medicina que se habían formado en Cuba. Me impresionó el compromiso que tenían por su país, trabajando por salvar vidas en unas condiciones realmente precarias.

Después de un largo tiempo, me quisieron hacer una confesión. Cambiaron el rictus y me lo dijeron: dos de su grupo de estudiantes en Cuba se habían suicidado recientemente. La razón era que se habían quedado sin trabajo porque una ONG internacional con extranjeros se lo había quitado. Esta historia me marcó de por vida y aprendí que la cooperación internacional nunca puede sustituir a las personas y organizaciones trabajando por su propio país. Debe fortalecerlos, apoyarlos, pero nunca suplantarlos. Primera lección.

Los siguientes 20 años los he seguido dedicando a la cooperación a través de las ONG. Soy un firme defensor de la mismas, con sus contradicciones, sus errores, que son muchos menos que los aciertos, a través de proyectos que lograron dignificar la vida de las personas en los contextos más oscuros. Las personas que en ellas trabajan dejan mucho de sí mismo para dedicarse a los altos principios, nunca a bajos, que últimamente abundan.

En este camino hay otras dos lecciones que, a base de errores, se aprenden. Reducir la pobreza no es solo una cuestión de recursos, sino de condiciones para ello. Segunda lección. La ONG donde trabajaba quiso demostrar en tres países e irrefutablemente que la agricultura campesina puede sacar a la gente de la pobreza. El Banco Mundial o Fondo Monetario Internacional decían que no, que la inversión debía hacerse en la agricultura a gran escala, siendo las personas campesinas peones de esta. Ellos dictaban doctrina sobre desarrollo en ese momento.

Para lograr lo anterior, impulsó programas de desarrollo rural a gran escala, a tan grande que abarcaba la mitad de Honduras. Una bilbainada en toda regla. Lo anunció el mismo presidente Manuel Zelaya en su discurso inaugural. Pero el proyecto fracasó. Lo asesoraba una de las grandes consultoras internacionales, que fue quien recomendó la escala, por cierto. Contaba con todo el apoyo y expertos imaginables, además de recursos y respaldo institucional, pero fracasó. Iba a tener una duración de 10 años, pero al tercero se vio que era inmanejable. Las necesidades y realidades entre municipios eran muy diferentes y resultaba imposible homogeneizar estrategias. Sin un estado capaz, ningún país puede salir adelante y las ONG no pueden sustituirlo. Pueden ayudarlo y fortalecerlo. No pudimos convencer al Banco Mundial en ese momento, aunque se convenció después.

Con el tiempo, después de trabajar en decenas de programas y proyectos sobre deforestación, fortalecimiento de organizaciones indígenas, derechos de las mujeres o acceso al agua, comprendí que la ayuda, la que realmente ayuda, es porque aborda las causas de los problemas, no las consecuencias, y estas no son siempre fáciles de identificar. Tercera lección.

Construir una escuela o treinta escuelas no sirve de mucho si no aseguras que maestros y maestras den allí clases. Los cadáveres de infraestructuras en comunidades son infinitos. Un proyecto agrícola para una o diez comunidades puede generar hasta conflictos con las comunidades vecinas que no cuentan con el mismo apoyo. El desarrollo rural debe ser parte de una política territorial integral que involucre a todos sus agentes sociales y económicos, como parte de una política pública. Una o tres centenas de cooperativas de caficultores son, por mucho que nos duela, pelos a la mar.

Llevamos más de 50 años de cooperación internacional como actualmente la concebimos. En este tiempo se ha aprendido que abordar las causas es apoyar a las organizaciones que investigan y denuncian la corrupción en sus países, los medios de comunicación alternativos en países donde la libertad de prensa está restringida, las organizaciones feministas en países donde las prohíben, o los derechos de los indígenas en zonas donde son amenazados por multinacionales. Esta misma semana han asesinado en Ecuador al líder indígena Eduardo Mendúa.

En definitiva, apoyar a la sociedad civil de diferentes países para que contribuyan a expandir derechos. Una ayuda que suele molestar porque la pobreza casi siempre tiene que ver con relaciones abusivas de poder y discriminación, no es cuestión de voluntad, ni muchas veces de falta de recursos sino de redistribución.

Esta semana ha sido el Día Internacional de las ONGD. Sirva esto de alegato a su comprometida contribución al desarrollo, cada vez más hostigadas en su trabajo por la defensa de los derechos humanos en gran parte del planeta. Porque toda la ayuda no ayuda, pero mientras se siga desafiando y aprendiendo de sus errores, es y seguirá siendo fundamental.

Director de The Sherwood Way, previamente lo fue también de Oxfam para América Latina y el Caribe. Escribe desde Lima, Perú