NO es el caso de este año, pero en otros los opinadores de las páginas de cultura de los grandes medio españoles no se suele cortar en mostrar su malestar cuando el Premio Nobel de Literatura recae en algún autor o autora desconocido para ellos. Todavía peor si el galardonado apenas tiene o incluso carece de obras publicadas en castellano, como si la elección de la academia sueca constituyera un agravio para los 500 millones de hablantes de la lengua de Cervantes. Recuerdo el inmenso cabreo que supuso entre los expertos hispanos la elección en 1986 del nigeriano Wole Soyinka o del egipcio Naguib Mahfuz, en 1986, del que, en español, solo se habían visto publicados dos o tres cuentos hasta el momento. En 1993, la industria editorial del Estado se libró por poco del sonrojo; no hacía ni tres meses que habían visto la luz las primeras traducciones de la afroamericana Toni Morrison. El año pasado mismo más de un cultural madrileño ocultó apenas su irritación: ¿quién coño era ese tal Abdulrazak Gurnah, cuya última obra publicada en castellano databa de 30 años atrás? Los euskaldunes no tenemos esos problemas de autoestima herida. Por lo menos, no por esas cosas. Hace no demasiadas décadas la norma era que el Nobel recayera siempre en un autor sin obra publicada en nuestro idioma. De un tiempo a esta parte, sin embargo, eso va convirtiéndose en algo cada vez menos frecuente, y cuando ocurre está ya garantizada la aparición en euskera de al menos una obra de la persona premiada en un plazo razonable. Este año, los laureles han recaído en la francesa Annie Ernaux, una de las literatas modernas con más obras traducidas al euskera, cinco, entre ellas las más celebradas por la crítica internacional. Pues bien, el mérito es de dos editoriales navarras, Igela y Txalaparta, y de su plantel de traductores y traductoras. Seguro que, además de Ernaux, ellas también se han sentido de alguna forma premiadas por este Nobel.