Cumple este año tres décadas el eslogan que dio la presidencia de Estados Unidos a Bill Clinton cuando, durante la campaña del 92, le espetó a George Bush padre: “es la economía, imbécil”. Tenía razón y así se lo reconocieron.

Toda frase que alcanza la categoría de histórica merece ser parafraseada. De ahí el título de esta columna. Porque, en la Europa que busca hoja de ruta para su futuro económico y político inminente, en el mundo del calentamiento global, la clave viene siendo desde hace demasiado tiempo la misma.

La incapacidad de acometer una firme apuesta hacia la suficiencia energética. No somos eficientes en el consumo ni responsables en la demanda; no somos razonables en la generación pero sí muy dogmáticos al encumbrar o rechazar las fuentes de las que disponemos. En plena ola de calor es momento de pensar en el frío invierno y el necesario suministro energético. Dejarnos llevar por la presunción de que el suministro de gas magrebí o estadounidense resuelve nuestros problemas es otro error. Cerramos los ojos a nuestra vulnerabilidad: somos híper dependientes.

En Alemania lo saben y ya están ocupados en ahorrar y buscar vías alternativas de generación. Aquí seguimos siendo exquisitos con las fuentes y solo debatimos sobre la incomodidad de tener una industria energética, del tipo que sea. Casi ponemos al mismo nivel de rechazo la que contamina que la que afea nuestro paisaje. Y lo que de verdad nos cabrea es el impacto en nuestro bolsillo y, para consolarnos, echamos otro hielo al cubata. Las finanzas, la fiscalidad, la geoestrategia, la sanidad, el gasto militar, la tecnología... incluso los derechos individuales y colectivos sobre los que apostolamos con una frivolidad que equipara la libertad a tomar cañas. Nada es posible sin lo primordial para construir libertad, igualdad, bienestar y solidaridad: es la energía, imbécil.