SIEMPRE me has gustado. Eres orgullosa, independiente, y bastante excéntrica. Sí, ya sé que tienes tus cosillas, pero quién no las tiene. Eres, también, un poco soberbia y egoísta. Además, nos llamas "continentales" mirándonos un poco por encima del hombro y todavía hoy hay quien te llama "la pérfida Albión". Has decidido alejarte y yo me siento menos acompañado.

Te conocí en un verano lluvioso de 1974 en Londres, a donde me había trasladado con la loable e inocente intención de mejorar mi ortopédico inglés adquirido en los Maristas bilbainos. Dos meses de verano no parecía un plazo muy razonable. En aquel 1974, Angie, la mejor canción de los Rolling Stone, se había convertido en un vendaval que arrasaba el mundo. Narraba la historia de un amor que estaba por concluir. El mío por tí acababa de empezar. Yo era un estudiante atolondrado de 19 años con ganas de ver y experimentar otras sensaciones diferentes a las de mi país: un lugar triste y autoritario en el que las fotografías de las películas de los cines se cubrían con lienzos morados en Semana Santa. Incluso Moisés y los diez mandamientos o El Cid, con lugar propio en las carteleras de aquellos días, se hacían invisibles a los espectadores. Decían que era para evitar las tentaciones. La tentación de la libertad, supongo.

Ese mismo año, un magnífico grupo de humoristas británicos conocidos como Monty Python echaba el telón a Flying Circus, una descacharrante comedia de televisión en la que seis actores se burlaban de su propia idiosincrasia británica. Fue quizás la mejor academia de inglés que pude frecuentar en mi vida. En Londres, en Inglaterra y en todo el Reino Unido se respiraba libertad. Así que volví un verano y otro hasta llegar a conocerte mejor.

Supe así de tu hermosa solidaridad con más de cuatro mil niños vascos, entre ellos algunos padres y madres de amigos míos. Cientos de familias inglesas, escocesas y galesas los acogieron como refugiados de la Guerra Civil. Desafiando las políticas mezquinas del gobierno conservador, la población, sin distinción de clases o credo, se volcó con los niños y niñas que habían zarpado en el Habana desde el puerto de Santurtzi a Southampton. Algunos volvieron años más tarde, otros se quedaron en el país.

Fue también un periodista inglés nacido en Sudáfrica quien hizo posible que el mundo conociese la historia del criminal bombardeo de Gernika por la aviación alemana con el consentimiento franquista. George Steer reveló para el periódico The Times el brutal ataque, dando lugar a la famosa obra de Pablo Picasso. Un pueblo pequeño como el nuestro sabe ser agradecido: el corresponsal tiene dos calles, una en Gernika y otra en Bilbao, dedicadas a su memoria, pero sobre todo cuenta con el reconocimiento de miles de ciudadanos vascos que recuerdan quién fue George Steer.

Desde mi primer verano londinense han llovido 46 años. Desde entonces siempre he estado cerca de tí. Fui becado para ir como lector a la Universidad de Saint-Andrews en Escocia, un lugar maravilloso en el que conocí a Kate, mi mujer. Años más tarde nos trasladamos a Londres y desde allí, como periodista, tuve la oportunidad de viajar a diferentes partes del país pero, sobre todo, tuve la suerte de colaborar con un medio profesional e independiente como era la BBC. Siempre incómodo para el poder político. En aquel sólido edificio del Holborn londinense, rodeado de compañeros y compañeras de más de treinta nacionalidades, aprendí lo poco o mucho que sé sobre periodismo. Siempre he mantenido que la BBC representa el periodismo más digno. Para compensar hay otros medios, pero de estos prefiero no hablar. Tu televisión pública tiene respeto por su audiencia y no emite programas en los que aparecen analfabetos gritones que nada tienen que decir. No sabes qué envidia da en otros lugares.

Cuando regresamos finalmente de Londres y volvimos a Euskadi te eché en falta, pero pensé que en la vida hay que mirar hacia adelante, aunque conviene hacerlo de vez en cuando por el espejo retrovisor. Nuestra familia creció y repartimos los nacimientos entre Exeter y Bilbao.

Durante décadas, las visitas vacacionales al condado de Devon han sido constantes y han tenido el sabor de volver a casa. Me han permitido, también, ver la evolución de un país, casi siempre vibrante, pero no exento de serios problemas. La nostalgia por el pasado es uno de ellos. Ya no eres un imperio. El Rule Britannia no es más que un himno del siglo XVIII que tiene cabida romántica en un concierto, pero que queda fuera de la realidad. El Reino Unido fue siempre más dinámico y tolerante cuando su mirada buscaba horizontes de futuro; refugiarte en el pasado no te conducirá a nada.

El paso de la vida parece haber esprintado últimamente. Nuestros hijos decidieron ir a tus universidades y vivir allí. No están contentos con la decisión que habéis tomado por un pequeño margen de votos. Creen que el Brexit ha sido votado por la gente más mayor y que las consecuencias las pagarán ellos en un futuro próximo. Además, saben que una profunda división puede socavar el país. Yo también coincido con ellos en este punto.

Tampoco me fio de vuestro primer ministro, Boris Johnson. Contó muchas mentiras para lograr su objetivo político y se lo han perdonado. Dice Johnson que admira a Winston Churchill, pero sir Winston solo prometió "sangre, sudor y lágrimas". Johnson ha prometido un país mejor y más unido. Lo tendrá difícil. Vienen a la mente aquellos charlatanes que se subían a unas escaleras que ellos mismos traían a uno de los rincones de Hyde Park y se ponían a perorar sobre esto u aquello. Los abucheos, en muchos casos, les hacían volver por donde habían venido.

Es hora de despedirse. Siento tu salida, como la sienten una mayoría de mis familiares y amigos británicos. Quizás nos encontremos en el futuro, pero vamos a tomarnos todos un descanso porque en estos tres años habéis estado muy pesados y tampoco hemos tenido a los de Monty Phyton para explicarnos seriamente el Brexit.

Te veré pronto; esta vez con mi pasaporte.

* Periodista