El verano de 1917 quedó grabado en la memoria vasca. Bajo el reinado de Alfonso XIII y el gobierno de Eduardo Dato, España entera se agitaba con la huelga general revolucionaria. La crisis social y política obligó a declarar la ley marcial en numerosas ciudades. Aun así, Donostia decidió mantener sus fiestas patronales. La Semana Grande se celebró con un esplendor inusual en tiempos de represión, bajo la dirección de un alcalde singular: Gabriel María de Laffite Ruiz.
La Enciclopedia Auñamendi recuerda aquel episodio señalando que, pese a la tensión política y social, “Gil Baré’ supo dar al veraneo donostiarra un especial esplendor, organizando grandes festejos para la Semana Grande aun estando en vigor la ley marcial”, es decir, la sustitución temporal del gobierno civil por la autoridad militar, que asume el control de la población civil y la aplicación de leyes, a menudo en situaciones de emergencia como guerras, rebeliones o desastres naturales. Bajo esta condición, las libertades civiles pueden suspenderse y los civiles pueden ser juzgados por tribunales militares.
Ese gesto, que conjugaba firmeza y sentido práctico, marcó su breve paso por la alcaldía y quedó en la memoria de la ciudad como un ejemplo de resistencia festiva frente a la adversidad. El verano de 1917 fue turbulento. El Estado afrontaba una profunda crisis, con carestía de alimentos, inflación y descontento obrero. La huelga general, convocada por socialistas y republicanos, paralizó gran parte del país y desembocó en enfrentamientos con decenas de muertos. El gobierno de Dato respondió militarizando la vida civil. En ese contexto, la decisión del consistorio donostiarra de mantener las celebraciones festivas no fue un gesto menor: “Simbolizó la voluntad de preservar un espacio de normalidad y alegría en medio de la represión”, valoraban fuentes consultadas de la época.
Laffite, pese a su condición de político monárquico, entendió que la Semana Grande era también una necesidad social y económica. La temporada veraniega atraía visitantes, sostenía negocios y daba a la ciudad un brillo que no podía apagarse sin consecuencias. Ese cálculo, unido a su carácter que dicen “jovial” y “en ocasiones extrafalario”, explica que en los días de estado de excepción Donostia viviera sus fastos como si nada pudiera interrumpirlas.
Gabriel María de Laffite había nacido en Donostia el 12 de abril de 1881. Su formación en Derecho lo abrió paso a cargos de responsabilidad en la administración, como delegado de Enseñanza de Gipuzkoa en 1912 y jefe superior de Administración Civil. Concejal desde 1909, alcanzó la alcaldía de La Bella Easo en 1917. Su mandato fue breve –apenas hasta diciembre de ese año–, pero quedó marcado por los acontecimientos del verano. Una década más tarde, en 1927, fue elegido presidente del Real Moto Club de Gipuzkoa, lo que refleja su implicación en distintos ámbitos de la vida donostiarra, desde la política hasta el deporte y el asociacionismo.
Más allá de la política, Laffite fue periodista y escritor. Comenzó a publicar en La Unión Vascongada siendo muy joven, y más tarde se consolidó como colaborador habitual de El Pueblo Vasco. Allí firmaba con el seudónimo “Gil Baré”, que se convirtió en una firma muy conocida por el tono ligero, humorístico y costumbrista de sus crónicas. Publicó varios libros: Andanzas y correrías (1914), La Venus del Antiguo (1936) o en euskara Aspaldiko gauzak (Cosas de antaño), ese mismo año. Según Ainhoa Arozamena, “en 1936 tenía en preparación dos libros más, El coktail de mis coktails y el Diccionario del Humorismo que no fueron publicados”. Su obra se movía entre la memoria local y la sátira, y transmitía con frescura el ambiente cultural de la Donostia de su tiempo.
Su figura fue recordada no solo por su cargo político o sus libros, sino por su carácter. Uno de sus evocadores fue Germán María Iñurrategi Peñagaricano, periodista que firmaba como G. Iñurrategui y que décadas más tarde llegaría a ser fiscal del Tribunal Popular de Euzkadi durante la guerra de 1936. Nacido en Tolosa en 1908, Iñurrategi trabajó en la postguerra en la Delegación de Euzkadi en México e incluso tradujo al castellano la obra poética Urrundik de Telesforo de Monzón. En un artículo de agosto de 1998 recordaba a Laffite con palabras llenas de afecto: “Pocos hombres ha conocido mi vida tan simpáticos y amenos. Su ‘Hotel’ era expresión de amistad, que entregaba sin reservas al primero que se le presentaba”.
De entre sus anécdotas, la más célebre fue quizá la del viaje a París, donde se disfrazó de marajá junto a Felipe Azcona y el marqués de Tenorio, conversando en euskara hasta ser descubiertos por un camarero de Iparralde. Esa escena refleja tanto su humor como su gusto por la teatralidad. También en banquetes era capaz de improvisar discursos ingeniosos. “Tenía el raro don de improvisar discursos que arrancaban sonrisas y complicidades”, subrayó Iñurrategi en DEIA en un artículo de opinión en agosto de 1998.
Gabriel María de Laffite murió en Donostia el 20 de septiembre de 1945. En palabras de Arozamena, “su enorme sentido del humor hizo de él un personaje extremadamente popular cuyas anécdotas se han contado de padres a hijos”. Esa memoria oral, reforzada por las crónicas periodísticas y los recuerdos de quienes lo conocieron, lo ha mantenido vivo en el imaginario donostiarra y por extensión vasco. Su legado combina tres dimensiones: la política municipal en un momento crítico, la escritura humorística y la anécdota social transmitida de generación en generación. Pero quizá lo que más ha perdurado sea el recuerdo de aquel convulso y festivo verano de 1917.