El 6 y el 9 de agosto de 1945, las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki fueron borradas por los primeros –y únicos hasta la fecha– bombardeos nucleares contra objetivos habitados, segando la vida de unas 214.000 personas en total. Ochenta años después, la amenaza nuclear no se ha reconducido, como acreditan las tensiones que protagonizan en torno a estas armas las potencias que disponen de ellas. En el mundo se calcula que hay unas 16.000 bombas nucleares y que dos terceras partes están en manos, casi a partes iguales, de Rusia y Estados Unidos. La teoría de la disuasión llevó a una escalada irracional de estos ingenios a un volumen capaz de destruir varias veces toda vida en el planeta.
Una lógica que se reproduce de nuevo con toda la toxicidad del relato supremacista e impositivo de los líderes de ambos países y, más veladamente, en boca de otras potencias como China y su amenaza latente que acompaña respecto a Taiwan. Corea del Norte y su punto de mira en el sur o India y Pakistán, con su antagonismo étnico y religioso, son otros focos de tensión. Mención extraordinaria merece el caso de Oriente Próximo, donde la única potencia militar nuclear es Israel y el control del desarrollo del programa civil de Irán es recurrentemente motivo de conflicto, como los recientes bombardeos.
Con Reino Unido y Francia, se completa el exclusivo club de estados que disponen de ‘la bomba’. Ni la disuasión nuclear impidió en el pasado conflictos armados regionales y antagonismos geoestratégicos globales, ni la reactivación del debate de la seguridad debería hoy deslizarse a la tentación de una nueva escalada. Incluso Japón, víctima de la experiencia brutal de padecerla, experimenta un crecimiento de la opinión, muy minoritaria aún, que aboga por contemplar su consecución para ‘empatar’ con China y Corea del Norte. En la práctica, ninguna región del planeta se libra de esa amenaza.
No basta ya seguir el triple compromiso que en su día explicitó Japón de no posesión, no producción y no importación de armas nucleares en tanto su presencia global mediante el despliegue estadounidense, chino y ruso supone un riesgo exponencial para terceros. Las dinámicas de fuerza y antagonismo llevan a esgrimir el músculo más fuerte –el nuclear–, que es el más irrevocable en sus consecuencias.