ESTOY un poco loca; nunca he sentido que voy demasiado rápido”. Lindsey Vonn es rápida; atesora el récord histórico de velocidad: 138 kilómetros por hora. Y lo sabe, porque nadie se inmortaliza por casualidad: “Creo que algo que me diferencia de la competencia es la disposición que tengo para arrojar mi cuerpo en la montaña. Probablemente es por eso que me he lastimado tantas veces, pero también es por eso que he ganado tan frecuentemente”. No hay gloria sin riesgo, entiende.

“Dos veces rotura del ligamento anterior cruzado, una vez rotura del ligamento lateral interno. Arreglos de los ligamentos medio y lateral, y del menisco. Fracturas bilaterales de la meseta tibial de la rodilla. Fractura del húmero con daño de los nervios...”. Hace casi un año, Vonn, con motivo de una nueva lesión, redactaba parcialmente la factura que le ha pasado el esquí y que ha acelerado su adiós.

Los percances acechan desde lejos. En 2006, por ejemplo, durante sus segundos Juegos Olímpicos, Vonn se precipitó contra la pista a 129 kilómetros por hora. “Creí que me había roto la espalda. Pensé: ‘No hay manera de que salga de esta”. Convaleciente aún, trató de escaparse del hospital en bata y calcetines; ansiaba competir. La frenaron en el ascensor. Dos días más tarde estaba de regreso. Disputó cuatro pruebas. Así es la vida de Vonn. Las etapas las han marcado sus lesiones. Dentro ha quedado su batalla contra la depresión. El injusto desconocimiento del precio del éxito.

Lindsey Caroline Kildow (18-X-1984, Minnesota) halló en su abuelo, Don Kildow, el vínculo con el esquí. Era quien llevaba a la criatura a practicar a una pista local. Pero fue el padre de Lindsey, Alan Kildow, un excampeón júnior retirado prematuramente por... ¡una lesión!, quien planificó la vida de esta campeona, oro olímpico -única estadounidense en conseguirlo en descenso-, doble campeona mundial y cuádruple ganadora de la Copa del Mundo, donde ha elevado el récord femenino a 82 victorias, arrollando la mejor marca femenina hasta su aparición, la de Annemarie Mosser-Pröll (62 triunfos), con 35 años de vigencia. Solamente el sueco Ingermar Stenmark posee más triunfos, 86.

Para que Lindsey desarrollara su potencial, a los 12 años su progenitor desplazó la familia a Colorado. Se mudó con una meta: que Vonn estuviera en los Juegos Olímpicos de 2002. A los 17 años, acudió. Fue sexta, su irrupción y consolidación en la élite.

Los resultados se sucedieron alternados con lesiones. La figura crecía abarcando notoriedad. Incluso, haciendo uso de material diseñado para hombres, demandaba competir contra varones. Un deseo negado. Lindsey Caroline Kildow se convirtió en Lindsey Vonn: contrajo matrimonio con Thomas Vonn y adoptó el apellido; luego se relacionaría sentimentalmente con Tiger Woods. Fuera de la nieve evadía su mente con actividad ecuestre, tenis, cine o moda.

“mi cuerpo está roto” Sus magníficos registros impregnaron de realismo su mayor reto: ser la persona con más victorias en el esquí. “Si logro romper el récord es lo último que necesito hacer”, decía un año atrás. Vonn recibió la temporada 2018-19 a cuatro victorias de Stenmark. Pero una lesión agotó la esperanza. A pesar del estajanovismo que Vonn aplica en su profesión, el cuerpo ya no se coordina con la mente. “Mi cuerpo está roto”. Y la cabeza no es capaz de seguir arrastrando los sueños de continuidad, de persecución del récord.

“Mi cuerpo me grita que pare y ya es hora de que lo escuche”. Su armazón no ha vivido en silencio. El dolor es el discurso de las lesiones. Pero esta vez ha chillado para reclamar coartada. Para precipitar una decisión. A los 34 años, cuelga los esquís. “La desafortunada realidad es que mi mente y mi cuerpo no están en la misma página. Y tras muchas noches en vela, he aceptado que no puedo seguir esquiando”, dice Vonn, que ayer, en su última puesta en escena, fue bronce -a 0,49 del oro- en descenso en el Mundial de Are, Suecia. Su broche.

Exigente como es, el mismo día que anunció su retirada enfiló la sala de tortura. “La retirada no es lo que me molesta. Retirarme sin haber alcanzado mi objetivo es lo que se quedará conmigo para siempre”. Confiesa así la autoflagelación a la que se someterá el resto de sus días. Su actitud es encomiable porque Vonn es irreductible, aunque peligrosa por el riesgo de infelicidad eterna. Su sentir es la rúbrica de un espíritu ganador, de una personalidad que la enfrentó a partidarios del presidente Donald Trump. “Yo lucho por mi patria, no por el presidente”, dijo al hablar del posible recibimiento en la Casa Blanca en caso de ganar los Juegos Olímpicos.

“No obstante”, dice, “puedo mirar atrás a 82 triunfos en la Copa del Mundo, veinte títulos en esa competición, tres medallas olímpicas, ocho medallas en Mundiales, y puedo decir que he logrado lo que ninguna otra mujer en la historia. Y eso es algo de lo que estaré orgullosa para siempre”.

La obsesión de Vonn es “no quedar en el olvido”. “Me gustaría dejar un legado”. Suspira por inmortalizar un testimonio de su presencia en el mundo. Ha de saber que sus números solamente los borraría la venida del Apocalipsis. Mientras los jinetes deciden si cabalgan, Vonn será siendo la excelencia hasta el fin de los días.