- La visita del clásico es postrarse a las puertas que guarda San Pedro. Es navegar junto a Caronte. Es disfrazarse de Lázaro o ave Fénix. Es asomarse a las aguas del Rubicón, sin viaje de regreso. Es gloria o desolación para mañana. Nacimiento, muerte o resurrección. Es adoptar vértigo o vestir audacia. Es calzar botines como losas o subir a la alfombra de Aladín. Es plantarse en la sala de urgencias o darse un festín bajo la espada de Damocles. Es reivindicar un proyecto o enterrarlo. Es blanco o negro. Barcelona y Real Madrid no hallan término medio que consuele. El pasado reciente sobrevive en la mente, golpeando con el martillo de Thor, con la fuerza implacable de la necesidad y el resarcimiento.

El presente es incertidumbre y el futuro más, porque no hay garantías de supervivencia de dos proyectos que viven a rebufo del fracaso, conscientes de que en Europa han nacido gigantes, furiosos titanes que ahora acaparan la gloria. Los Koeman, con su nuevo ideario, y Zidane tratan de apurar plantillas de vetustos pesos pesados, donde la confianza la acapara la madurez de los Messi o Ramos y que tratan de combinar con la prodigiosa juventud de los Ansu Fati o Vinicius, los brotes verdes que pueden sostener los argumentos para la esperanza en el mañana. Pero el clásico no entiende de edades ni paciencia. Es el cuello bajo la guillotina.

Aspirar a las abruptas cotas europeas es escalar previamente las cimas más cercanas, el Camp Nou, el Bernabéu y la cordillera de LaLiga en general. Ganar el clásico, con cita esta vez en el estadio catalán (16.00 horas), es superar la prueba antes de dar el salto al Viejo Continente, donde el convencimiento es vital para la supervivencia. Barça y Madrid no han transmitido fe a sus parroquias, que hoy no vociferarán en vivo y en directo por el maldito coronavirus, con la merma que implica para el localismo. "Sin público hay menos morbo", señala Koeman. Si acaso, ambos equipos han sembrado incógnitas. El clásico es ese abanico que despeja nubes para propiciar un dulce amanecer. El Barça acude con la pena de Getafe (1-0) y la cuarentena de un abultado triunfo ante el Ferencvaros (5-1); el Madrid se ciñe de negrura con derrotas contra Cádiz (0-1) y Shakhtar (2-3).

Ambos proyectos conviven en el alambre, con las dudas de si asisten al nacimiento -con mayor motivo en el caso culé, por la llegada de Koeman, la juventud de valores como De Jong, Fati, Lenglet o Dembélé, y de sus fichajes: Pedri, Trincao o Dest-, la muerte o la resurrección de plantillas que conservan cantidad de piezas de sus extintos éxitos continentales. Koeman confía en Piqué, Busquets, Alba -recién dado de alta- o Messi, máximo goleador de los clásicos, pero que en los cinco últimos no ha marcado. Zidane hace lo propio con Ramos -novedad en la convocatoria-, Modric, Kroos o Benzema, en la búsqueda de la combinación entre experiencia y la juventud de los Mendy, Valverde, Asensio, Vinicius o Rodrygo. Los blancos, además, atesoran ese halo propiciado por la estancia de su míster, que no conoce la derrota en el Camp Nou -dos triunfos y tres empates-. "Es un clásico diferente pero siempre especial", subraya Zidane, para borrar la autocomplacencia. Puede, incluso, que su puesto de trabajo esté en juego. En Madrid se escucha la decepción. El Barcelona, mientras, vive en la resaca del 2-8 y la pérdida de la liga. Con el sentir de que se ha tocado fondo, de que más bajo no se puede caer.

A estas alturas el clásico no será decisivo, pero sí iluminará o empañará la perspectiva de una campaña que nace sembrada de dudas y en la que, por supuesto, no conquistar la liga y opositar a la Champions será considerado fracaso. Un triunfo concederá la sensación de que el nacimiento o la resurrección ha llegado. Lo contrario será un argumento para hablar de defunción. Sin término medio.