“Bueno, salgo para allí y de paso entreno para la Vuelta al Algarve. Nos vemos pronto, cariño”. Esta bien podría ser la conversación entre Jérôme Cousin con su pareja, Fiona, antes de que la pandemia del coronavirus lo alterase todo. Cousin, ciclista del Total Energie, se desplazó hasta Loulé, una ciudad situada en el Algarve portugués, para visitar a su chica. Estalló entonces la crisis sanitaria y el covid-19 echó el cerrojo. Carretera cortada. Cousin no podía regresar a Lyon, donde reside. Él y Fiona tuvieron que pasar juntos el confinamiento. Otra historia de enamorados en tiempos extraños y convulsos. Sin ninguna opción de viajar a Francia, Cousin aprovechó los días de encierro para nutrir sus piernas con el rodillo, la carretera del ciclismo cuando no había asfalto. En ese tiempo de barbecho, Cousin cuidó del jardín de sus vecinos. Lo acicaló. Cuando por fin se abrieron las puertas del confinamiento, Cousin, harto del rodillo y del jardín, agarró la bici y junto a Fiona bordeó la frontera española hasta llegar a Sintra. Una aventura de 8 días y 1.152 junto a su pareja. Otra prueba de convivencia. Necesitaba Cousin el viento en la cara, la sensación imbatible de sentirse libre atravesando los paisajes que alimentan los ojos.

Así que cuando miró el libro de ruta y calculó la distancia entre Niza y Sisteron, a Cousin le entró una risa burlona. Sisteron es siempre una bella postal para el francés. Un souvenir plegado en la mesilla de noche de su memoria. Gratos recuerdos. Allí venció en una etapa de la París-Niza de 2018. Cousin batió al imberbe Nils Pollit, demasiado ingenuo en aquel debate. El francés alteró el sistema nervioso del alemán. Guerra psicológica. “Le he tocado los cojones”, resolvió entonces Cousin para explicar cómo pudo con la inocencia de Pollit. Con esa idea dejó atrás a Cosnefroy y Perez, que compartieron petate con él hasta que el barbudo Cousin se largó. El francés emprendió la marcha cuando se levantó la persiana de un día en el que el pelotón chapoteaba su dicha en el balneario. Digne-les-Bains les pillaba de paso. Era un lugar inspirador. Famoso por sus baños termales. No pudo verlo Anthony Perez, que también era feliz hasta que se estrelló y el maillot de lunares rojos, el de faralaes de la montaña, que le esperaba en meta, le vistió de luto. Clavícula rota y para casa. Perez pinchó, cambió de rueda y después chocó contra el coche de equipo. Otra víctima de un Tour malherido.

Ese es el motivo por el que impera el instinto de protección entre los ciclistas, que evitaron riesgos en el tormentoso inicio en Niza, cuando rodaron como bolos, y que prefirieron la defensa al ataque el día después porque aún les dolían los costurones de tanta caída. Al tercero, los jerarcas del pelotón guionizaron un clásico; una fuga consentida de corredores entusiastas pero menores que meció al pelotón. Los favoritos tamborilearon las horas con los dedos cruzados en el manillar. No perder es ganar. Así atraviesa el Tour Mikel Landa, golpeado en el estreno. “Justo el golpe fue donde me fisuré las dos costillas en invierno en aquel atropello y ayer (por el domingo) me levanté preocupado, pero salvé el día y hoy (por ayer) ya me he encontrado mejor. Por suerte no ha sido nada y esperemos que no me vuelva durante el Tour”, argumentó Landa, a salvo, relajado en meta, a la espera del primer final en alto de la Grande Boucle, donde el alavés estará atento para tratar de aprovechar una oportunidad si surge.

Ese fue el hilo conductor de la epopeya de Cousin en su frenesí hacia ninguna parte, aunque en realidad buscaba el reencuentro con un amor imposible. El tiempo le marchitó la ilusión. No volvería a abrazar Sisteron, un bello enclave perteneciente a la ruta de Napoleón, la travesía que recorrió el emperador en su regreso a la isla de Elba. Cousin no pertenece a la aristocracia del Tour. El francés cruzó las manos sobre la tija. Se crucificó. Minero. Clase obrera y orgullo. A trabajar. Agachó la cabeza y picó piedra durante 182 kilómetros. “Fiona, no me esperes para cenar. Tengo que dormir. Estoy reventado”. No encontró oro en Sisteron. El enclave fortificado que tembló con la guerra de los Cien Años no le parecía tan bello a Cousin. “No es para tanto”, se dijo. Tampoco a Van Aert o Cosnefroy. Los dos caídos.

ewan se la juega

La belleza que esquivó a Cousin la encontró Caleb Ewan, que descubrió el éxtasis. Síndrome de Stendhal. Ewan dio con la victoria por una pequeña rendija, apenas un palmo, que el australiano adrenalínico atravesó como un rayo. Era el espacio de aire que quedaba entre el codo derecho de Sagan y las vallas. Ewan encontró allí una avenida. Fue una maniobra escalofriante. Un acto de fe. Mitad coraje, mitad locura. Después, disparado, resolvió por el flanco izquierdo de Bennett, que no esperaba al australiano. A menos de 50 metros del final, Ewan apareció por el ángulo muerto. El irlandés tuvo que claudicar.

“Para ganar hay que arriesgar”, dijo el velocista australiano, un pequeño cohete de bolsillo ajeno a los esprinters académicos, tipos altos y fuertes. Culturistas de la velocidad. Heterodoxo, Ewan es pequeño, pero matón. Hormiga atómica. Un hombre bala. Con ese impulso único, asomado a la barandilla del manillar, con el cuerpo cargado hacia delante, a punto de volcar, remontó a Sagan por el costado derecho y a Bennett por el costado izquierdo. Trazó una S en pleno vuelo. Superman. Después gesticuló su victoria batiendo los brazos a las mismas revoluciones que sus piernas. Ewan es el programa de centrifugado sobre una bici. Escueto, enjuto, pero gigantesco cuando se trata de esprintar, el australiano se coló en Sisteron. El amor imposible de Cousin.