BILBAO. En Francia los reyes se acabaron bajo la guillotina. Allí, en la Revolución, se cortó de raíz cualquier estirpe. En la balconada del Tourmalet, Emmanuel Macron, el presidente de la República, era la máxima autoridad. O eso pensaba. Hasta que en la cumbre más venerada del Tour, en el altar sagrado de los Pirineos, se entronizó Julian Alaphilippe, el ciclista que no deja de sorprender. El monarca de Francia, enloquecida. Macron, a sus pies. Alaphilippe es el rey Sol. El galo no tiene límites. El Tourmalet y su mística se le quedaron pequeños al líder danzarín. Si en Pau pisó la Luna, Alaphilippe mira con descaro a Marte después de dejar su profunda huella en el coloso pirenaico. No deja de asombrar el líder. “Está claro que cuanto más nos acerquemos a París, más se planteará si puedo ganar el Tour. Pero por ahora estoy peleando conmigo mismo y con mis límites”, describió el líder. En una ascensión sublime, el galo elevó varios enteros su cotización en el Tourmalet, conquistado por una arrancada de Thibaut Pinot, el otro francés que aspira a los Campos Elíseos.

Ante Macron, ambos se fundieron en un abrazo. Francia unida en el mismo fotograma. La escena invocó a los gestos de los grandes campeones que se ganan el respeto con altruismo, cediendo ego, para pasajes futuros. Alaphilippe, una vez estrangulado Geraint Thomas, asfixiado en el último kilómetro, concedió la gracia a Pinot, que izó su bandera sobre el Tourmalet. Alaphilippe, que dio la sensación de poder ganar, ondeó su amarillo. El galo manda con más de dos minutos sobre Thomas y Kruijswijk. El galés perdió 42 segundos con el líder. “Desde el principio no me sentí muy bien. Tenía la esperanza de rodearme del equipo y en la última subida subir protegido el mayor tiempo posible”, apuntó Thomas. Más allá del manojo de segundos que Alaphilippe arrancó a la montaña, fue su mando en el Tourmalet, la gestión de la ascensión, la que evocó a los grandes dominadores de la carrera. Su actuación en el Tourmalet significó más por el cómo que por el qué. Alaphilippe no es intermitente ni fugaz. No parece un parpadeante neón. Su luz es intensa, luminosa y abrasiva. El faro del Tour.

En el Tourmalet, el escenario en el que se esperaba que se desconchara, el líder fortaleció su candidatura, ya no parece una ocurrencia tras el quinto gin-tonic. Alaphilippe va muy en serio. Lo evidenció en una subida tensa, dura, rítmica, con el sol clavando a los ciclistas en las rampas dolientes del coloso. Solo Pinot, Kruijswijk, Bernal, Buchmann y Landa, que cedió al final catorce segundos, se arremolinaron junto al inopinado líder. “Tenía muchas ganas de hacerlo bien hoy, pero a falta de 5 kilómetros me he quedado vacío y las buenas sensaciones que tenía en toda la etapa han desaparecido”, expresó el alavés. El resto contó derrotas con más o menos decibelios frente al paredón del Tourmalet. Thomas, sufriente, cedió más de medio minuto después de perder el hilo a un kilómetro de la cumbre. El galés ejemplificó la polilla que perfora al Ineos, a una viaje lunar de su sonata en Francia. Solo Bernal, el poderoso escalador colombiano, respondió con decoro.

Quintana revienta

El Tourmalet repartió lápidas y cruces. En una de ellas inscribió su nombre Nairo Quintana, decadente. El colombiano envejeció diez años camino del mito, un enjambre de pasión, un pasillo humano. Perdió 3:30 en la cima. Lo hizo en silencio. Recogiéndose. “Nairo no iba, pero no dijo nada, pregúntenle a él qué ha pasado”, analizó Valverde, que nunca claudica del todo. A Enric Mas, el mejor joven, también le aplastó la montaña, que no hizo prisioneros en una ascensión sin latigazos. Gota malaya. Desencajado, vacío, sin más sonido que el eco de sus adentros, el balear concedió casi tres minutos.

Al Tourmalet se llegó con el Movistar prendiendo la mecha desde el Soulor. La escuadra de Eusebio Unzué deseaba incendiar la montaña mágica, un escenario que merece un espectáculo acorde a la leyenda que abrió en 1910 Octave Lapize, quien llamó “asesinos” a los organizadores nada más atravesar la meta por la tortura. El Movistar enfiló el grupo, donde el Ineos jugaba al despiste y Alaphilippe se mantenía al margen. La marcha en el Tourmalet, ese gigante de 19 kilómetros que son un reto, era el lugar indicado para que Landa y Quintana agitaran la carrera. Amador puso el mecanismo en marcha. Su tic tac. Los jerarcas se miraban y jadeaban esfuerzo. Alaphilippe y Thomas estaban unidos con velcro. Apretó Soler y en esa maniobra sostenida desenroscó la debilidad de Quintana, que implosionó a cola. Su rostro, encerado, supuraba derrota. Tan dulce y lenta fue su agonía que nadie supo que la suya era una marcha fúnebre. No quiso molestar. Se encogió y se hizo minúsculo. Perdió contacto con el Tour, quién sabe si para siempre. Se evaporó sin decir nada. Ni pidió auxilio. Soler fue alertado y se puso delante suyo para indicarle el camino por el infierno. Por allí también transitó Enric Mas, quemado en las brasas.

Gaudu, el alfil de Pinot, desplazó el foco de la acción. Colérico, el francés que domesticó a Landa en la Planche des Belles Filles, cribó a los favoritos con un ritmo demoledor que atosigó a muchos. Furioso, presionó sin desmayo. Ira y fuego. En su despacho no se otorgaban indultos. Gaudu poseía la crueldad del verdugo. Cortó la comunicación de Porte, Fuglsang, Valverde y terminó con el Ineos, que se quedó en el agarrado de Thomas y Bernal. El Ineos no es el Sky. Thomas no es Froome. El galés tintineaba dudas en el fondo del grupo. Alaphilippe estaba a su lado. Centinela. El líder vigilaba de cerca a su rival. “Yo tenía que vigilar a Thomas y a Steven Kruijswijk, pero ver que había hombres importantes que se quedaban me ha motivado”, expuso el líder, que vio como Thomas, débil, se desprendía. El galés no tuvo equipo al que asirse en el kilómetro final. Lo contrario que el Jumbo de Kruijswijk, que atizó la hoguera. “Sabía que al final iba a haber ataques y por eso intenté llevar mi propio ritmo y no ir con ellos para arriesgarme a desfallecer y perder aún más tiempo”, confesó Thomas. Con el grupo en pétit comité, Pinot, no dudó. Arrancó y en el retrovisor solo reaccionaron el líder, que parecía vacilar, y Kruijswijk, que observaron de cerca la gloria del francés. Alaphilippe concedió el Tourmalet a Pinot.