bilbao - De buena mañana, Elia Viviani (Deceuninck) desayunó pensando en la merienda, a la hora en la que en el Tour de Francia se reparte el confeti, el reconocimiento y el champán. “La etapa está hecha para mí”, vociferó el italiano antes de partir al encuentro de una jornada con más folclore y estampas típicas de la carrera que ciclismo tenso. La de Viviani fue la crónica de una victoria anunciada en el bando municipal. El veloz italiano verbalizó sus intenciones antes de que se iniciara el metraje de un día que recordó al más viejo campeón del Tour, Federico Martín Bahamontes, 91 años. Luego, Viviani reafirmó la idea en un esprint por los puntos, donde descerrajó su explosividad ante Peter Sagan y Sonny Colbrelli. Era la antesala del triunfo absoluto en Nancy, cuando derrotó a Alexander Kristoff, Caleb Ewan y Sagan, que no pudieron frenar al hombre bala italiano, superior en el debate atropellado de las llegadas masivas, esas que agitan los nervios, la adrenalina y el riesgo que a muchos espantan. “Ha habido más locura que ayer, ha sido una etapa nerviosa, hemos ido a 80 por hora para abajo. La gente no piensa, pero esto es ciclismo y es el Tour”, apuntó Enric Mas, feliz por la victoria de su colega y por salir vivo cuando la carrera entró a todo trapo. Como Van Aert, que limó las vallas con el codo en la aproximación al peritaje de la velocidad, del que se desprendieron los equipos de los favoritos después de mandar a los blindados para protegerles de la locura que se desata en los asuntos donde todo son prisas. “Los nervios han sido sobre todo en los kilómetros finales”, disertó Alejandro Valverde, al que no le inquieta el frenesí.

A los ciclistas nacidos para la velocidad les encanta ese modo de vida agarrado a la espontaneidad y el azar del riesgo. Soltar vatios es su terapia. Un bálsamo que a la mayoría asusta. Por eso colocan un cordón sanitario. El Ineos transportó a Thomas y Bernal en primera clase, hasta que a tres kilómetros de la llegada, en la zona protegida por los jueces, donde no se penalizan las caídas, dejó que las manadas de lobos guerrearan a mordiscos por la posición. El resto de formaciones con candidatos a la general ejercieron del mismo modo cuando el ajedrez se convierte en las damas. En el esprint todo es instinto y velocidad. Una huida hacia delante. Estampida. Entre los guepardos, Viviani, al que le trazaron el carril desde el tren del Deceuninck, lanzó el zarpazo definitivo, el letal, ante la irrupción de Kristoff, una montaña de músculos por el centro de la calle, y Sagan, de verde esperanza. El eslovaco siempre está, aunque cuenta dos derrotas en el Tour. El sábado le aniquiló la felicidad Teunissen y en Nancy le anuló Viviani.

El italiano colocó su nombre entre los corredores con triunfos en las tres grandes vueltas por etapas: Giro, Tour y Vuelta. “Ganar en el Tour era mi gran objetivo del año”, subrayó Viviani, impulsado por la ballesta del equipo del líder. Hasta Julian Alaphilippe, el señuelo imbatible del ciclismo francés, contribuyó al triunfo de su compañero. Apareció el líder, amarillo, para tirar unos metros. Su presencia tuvo mucho de decorativa, su relevo apenas duró nada, pero hinchó el pecho de la Francia ciclista, encantada con su líder. Hacia tanto tiempo que no sentían eso de mandar sobre la carrera que cualquier fotograma es una onza de orgullo. Alaphilippe condujo la locomotora. Brillo. El amarillo es la raya dorada que decora la carrocería de los Rolls, que son estupendos, pero sin ese hilo que les marca la cintura no parecen tan lujosos. El motor de Viviani es más salvaje. Ruge como un volcánico Ferrari.

A la carrera de bólidos se llegó a través de pueblos encantados de saludar a Michael Schär (CCC), Yoann Offredo y Frederik Backaert (Wanty), aventureros de un día que atravesó los campos de girasoles, girados sus rostros al sol de Tour, las plantaciones de cereales y otros parajes entre el gentío y su entusiasmo. En Francia, la religión del Tour cuenta con millones de fieles. Es una fiesta en sí misma la Grande Boucle, que cada uno honra a su manera. La imaginación es el límite. Existe espacio para los acróbatas, para los granjeros con tractor, para los que pasean en carreta o para quienes ponen música al baile de julio. No hay Tour sin charanga ni verano sin piscina. Ordenado el pelotón en el solaz y la calma de un día previsible, hubo quien esperó en una piscina hinchable, clavada la sombrilla en suelo y dispuesta la cerveza fría en barriles.

Backaert, el granjero Schär, un suizo gigante, el sempiterno Offredo, presente en todas las fugas, tenaz como Steve McQueen en La gran evasión, y Backaert abrían la comitiva. Al belga, un jornalero del ciclismo, le animaba el alma el cariño de los márgenes, los gritos, ánimos y aplausos. Bajo el sol se reconoció arando el asfalto. Pese a ser ciclista, el belga sigue trabaja cada tarde que no compite en la granja de sus padres en Brakel, la ciudad en la que nació Peter van Petegem. “Para mí, es un hobby”, explicó hace un par de años en la web Rouleur. “En lo mental, me sirve para desconectar. En lo físico, es una actividad diferente. Lo prefiero a pasar la tarde tirado en el sofá”. Con ese espíritu de trabajo impreso en sus genes, no escatimó esfuerzos. Después, las fuerzas le abandonaron. También a Offredo. Schär continuó a lo suyo un puñado de kilómetros más hasta que el pelotón abandonó el chaise longue. Bostezó, se estiró y se puso en marcha. Finalizada la aventura de Schär, Calmejane buscó una quimera. Eso es lo que duró. Se armó entonces el mecano del esprint. En el duelo fugaz, el italiano alzó los brazos. Lo advirtió de buena mañana. El pregón de Viviani.