FUE una mujer liberada, carismática y contradictoria, que entró como un huracán en el mundo del arte del primer tercio del siglo XX. Peggy Guggenheim (1898-1979) conoció a todos los grandes artistas, ayudó y amó a muchos de ellos y acumuló una de las mejores colecciones de arte contemporáneo de su tiempo.
La sobrina de Solomon Guggenheim no dejó indiferente a nadie. Su vida ha sido argumento de películas, de libros y documentales. En Peggy Guggenheim, adicta al arte, documental dirigido por Lisa Immordino-Vreeland, se aportan nuevos datos sobre su vida. Estrenado hace unos meses en el Reino Unido, destaca la última entrevista que concedió antes de morir, encontrada en el sótano de Jacqueline B. Weld, biógrafa oficial de Peggy. En él participan nombres como Larry Gagosian, el mayor marchante de arte del mundo en términos de volumen de facturación. Y John Richardson, biógrafo de Picasso, que aporta su opinión sobre la mecenas que acabó dejando su colección a la ciudad de Venecia.
La vida de Marguerite Guggenheim, a la que todos acabarían conociendo por Peggy, fue siempre inestable, como su propia familia. En ella, se unían dos apellidos que hicieron una gran fortuna en EE.UU: por parte de su padre, los Guggenheim, judíos procedentes de la Suiza alemana, que acabaron haciéndose con la mayor parte de las minas de plomo y plata en Colorado. Y por parte de su madre, los Seligman, que llegaron a banqueros.
Pero a Peggy la suerte se le acabaría pronto. Su excéntrico padre, Benjamin, ya casado y con tres hijas, abandonó la exitosa empresa familiar de comercio y explotación de minas y se trasladó a París. Murió a bordo del Titanic, vestido de etiqueta, viajando con una joven cantante. Cuando sus hermanos fueron a ver quién había sobrevivido, se encontraron con la joven amante y le pagaron para que guardara silencio. Fue un duro golpe para Peggy, entonces de 14 años. “En realidad nunca acepté la idea de su muerte y supongo que desde entonces voy en busca de un padre”, escribiría más tarde.
Los tíos de Peggy -entre ellos el también coleccionista Solomon Guggenheim- acordaron mantener a la viuda y a las hijas. Cuando Peggy cumplió 21 años, recibió 450.000 dólares. Era rica comparada con casi todo el mundo, pero no demasiado para tratarse de una Guggenheim. “Nunca me consideré una Guggenheim. Ellos eran obscenamente adinerados”, dijo.
Peggy fue siempre una rebelde. De su progenitor heredó una inclinación hacia la vida bohemia que la empujó a trasladarse a París en 1921. Se suponía que se casaría con alguien que tuviera dinero y en alguno momento decidió que no sería así. “Siempre fui la enfant terrible de la familia Guggenheim. Pensaron que era la oveja negra y que no haría nunca nada bueno. Creo que les sorprendí. Era como una niña perdida buscando algo que llenara mi vida”, confesó.
El despertar
París era el lugar culturalmente más excitante del momento. Artistas de toda Europa y de EE.UU se abrían camino allí. Cuando se sentaba en los cafés, respiraba surrealismo, absorbía cubismo... Pronto, se integró en el círculo de los expatriados de París, como se llamó a los norteamericanos que emigraron a Europa en la posguerra, gracias a su primer marido, Laurence Vail. Vail, más que pintor o escritor, fue un bon vivant que, a cambio de seducir a Peggy y vivir de sus rentas, la introdujo en el mundo de la bohemia parisina de la década de 1920, donde frecuentaría a Gertrude Stein, Marcel Duchamp, James Joyce, Man Ray y Barnes, entre otras figuras destacadas de la época.
“Cuando conocí a Vail tenía 23 años y era virgen, quería deshacerme de mi virginidad y para ello le utilicé. Me llevó a la cima de la torre Eiffel y me pidió matrimonio. Teníamos unas peleas terribles y descabelladas. Me golpeaba, aunque no lo hacía mucho; una vez me puso en la bañera y me mantuvo un largo rato debajo del agua. No tenía dinero, quizás por eso me hacía sentir inferior con respecto a mi intelecto”, confiesa en el documental.
Después de siete años con Vail, con quien tuvo dos hijos, se divorció y se trasladó a Inglaterra a principios de los años 30. Pese al complejo de inferioridad que la hacía creerse “fea”, confiesa en sus memorias, que se mostraba seductora, liberada sexualmente, y sin miedo a escandalizar. En 1937, sin embargo, se dio cuenta de que en quince años “no había sido más que una esposa, una hija, una amiga, una madre y una mujer adinerada que sabía rodearse de amigos interesantes”.
En la búsqueda de un trabajo que diese sentido a su vida, surgió la idea de abrir una galería en Londres: la Guggenheim Jeune, en la que, gracias a los consejos de Marcel Duchamp, que le presentó a Jean Arp, a Cocteau y a muchos otros artistas, expusieron las vanguardias, hasta entonces ignoradas en el mundo anglosajón.
Su tío Solomon y la baronesa Hilla Rebay ya habían empezado a reunir arte moderno, y “le pareció sugerente competir con ellos”. La galería abrió el 24 de enero de 1938, con una exposición de Jean Cocteau. Le siguió una retrospectiva de Kandinsky y luego una polémica muestra de esculturas de Arp, Brancusi y Duchamp, que las autoridades aduaneras no querían dejar entrar por considerarlas ‘‘no arte’’. “Puse todas mis energías en ello, salvo las veces que me escapaba a París para ver a Samuel Beckett (su amante)”, bromea en el documental. “Marcel Duchamp me enseñó todo lo que sé de arte moderno, la diferencia entre surrealismo, arte abstracto..., fue mi gran maestro”, aseguró.
En 1939, Peggy decidió cerrar el Guggenheim Jeune y abrir un museo de arte moderno a imagen del MOMA de Nueva York. Pero la guerra llegó en ese momento y decidió que era imposible tener un museo en Londres, que podría ser bombardeado en cualquier momento. Fue entonces, cuando se marchó a París y decidió “comprar un cuadro al día”, con los fondos que había destinado para el proyecto.
En 1939 los artistas estaban desesperados por vender, se escapaban de la capital francesa antes de que llegaran los alemanes. En este período compraría, a unos precios realmente accesibles, obras de Max Ernst, Constantin Brancusi, Alberto Giacometti, Fernand Léger, Piet Mondrian y Francis Picabia, entre muchas otras. Intentó comprarle también a Picasso, pero cuando fue a su estudio le dijo: “Madame, la lencería está en el quinto piso”. Peggy formó una de las mejores colecciones de arte moderno del mundo por la ridícula cifra de 40.000 dólares (32.000 euros)
Pronto tendría que salvar su colección del expolio nazi. Por consejo de Fernand Léger, pidió que el Louvre le cediera un espacio en el escondite en el campo en donde había puesto a buen recaudo lo más valioso de su catálogo. La negativa de la institución, que consideró que aquel arte no merecía la pena de ser salvado, la indignó. “Un hombre que trabajó conmigo en la galería lo arregló y sacó las obras como objetos domésticos, con las sábanas, mantas y cacerolas”.
Durante esa época, ayudó a escapar de Europa a artistas como André Breton, Max Ernst... En 1941, Peggy Guggenheim aterrizó a salvo en Nueva York y se casó con Ernst, “un hombre terriblemente atractivo”, como le describe. Peggy fundó una galería con el nombre de Art of This Century. Apoyó en esa época sobre todo a Pollock, que pronto se convirtió en uno de los representantes más conocidos del action painting. “Mi mayor logro fue descubrir a Pollock. Mi colección fue mi segundo logro”, explicó. Pero también adquirió obras de Hans Richter, William Baziotes, Henry Moore, Leonora Carrington...
En 1946, una vez concluida la guerra en Europa, Peggy abandonaría Nueva York por París. Sin embargo, a las pocas semanas visitaría Venecia, que ya conocía por su primer marido, y decidiría establecerse allí y buscar un lugar para exponer su colección. El lugar escogido fue el palacio Venier dei Leoni, que la alberga hasta la fecha. Para entonces la colección estaba prácticamente concluida; su núcleo, lo conforman obras surrealistas y abstractas de la primera mitad del siglo XX.
coleccionista de amantes Peggy atesoraba a la misma velocidad cuadros y amantes. Cuentan que cuando el director de orquesta Thomas Schippers le preguntó cuántos maridos había tenido, ella le contestó: “¿Se refiere a los míos propios o a los de otras?” “Sin embargo, siempre estuve sola”, según confesó en la entrevista. Tuvo siete grandes amores, entre ellos, John Holms, un inglés erudito y casado, alcohólico, pero de carácter tranquilo. Murió durante operación de muñeca, nunca despertó de la anestesia.
Solo un gran amor le quedaba a Peggy cuando se instaló en Venecia: Raoul Gregorich, un italiano 20 años menor que ella, que no entendía de arte, pero la quería. Tras la muerte de Gregorich, tres años después, perdió el interés por los hombres y el sexo. Y se dedicó cada vez más a sus perros y, sobre todo, a cuidar de sus pinturas y esculturas. Pensó legarlas a la Tate Gallery de Londres, pero cuando la Fundación Solomon Guggenheim le prometió mantener la colección en el mismo palacio veneciano, aceptó donársela.
Peggy moriría a los 81 años de un infarto. A sus hijos y nietos les dejó un millón y medio de dólares, pero ninguna obra de arte. Casi cuatro décadas después, la herencia de la mecenas sigue siendo objeto de una pelea legal entre la fundación que la gestiona y varios de sus nietos.