La Casa de la República de Begoña
Antes de su anexión a Bilbao, la anteiglesia de Begoña tuvo su personalidad propia reflejada en lo que se llamó Casa de la República, que hizo las veces de Ayuntamiento y que tuvo un ‘rebotillo’ en los soportales
Vengan nosotros el reino de aquellos días en un viaje marcha atrás, hacia el ayer, como si nos embarcásemos en el célebre Delorean de Regreso al futuro. Tiempo atrás, buena parte de los municipios de Bizkaia se denominaban repúblicas y gozaban de gran independencia. Begoña, por ejemplo, fue república independiente de Bilbao hasta el 1 de enero de 1925 en que se hizo efectiva la última anexión; y tenía su ayuntamiento en este edificio del que vengo a hablarles, la casa de la República de Begoña, que se comenzó a construir en 1855 por el arquitecto Julián Pastor, e inaugurado en el año 1857. En la fachada se empleó piedra de sillería destacando en lo alto de su frontispicio la inscripción, como les dije, de Casa de la República. Otra característica notable del edificio, fue la construcción de una portalada interior o zaguán destinado a juego de la pelota en el que el arranque de la escalera cumplía el papel de graderío, fue el famoso rebotillo. La cita más antigua de La República de Begoña data del año 1162.
Relacionadas
Según recuerda Iñaki Malanda, Begoña ocupaba el asiento número XXXVI en las Juntas Generales de Gernika. Expresiones como “voy a bajar a Bilbao” o “vengo de Bilbao” eran muy comunes entre los begoñeses, casi hasta mediados del siglo XX. Antes de ser demolida a finales del año 1957, para la construcción del túnel de acceso a Bilbao por la Avenida de Zumalakarregi, albergó, en el último piso, a la Escolanía de la Basílica de Santa María de Begoña. Hoy la plaza que llevaba el nombre de Plaza de La Republica ya remodelada se denomina de Juan XXIII, con lo que se ha perdido otro punto de emotividad. En una esquina de la plaza, a la entrada del pórtico de La Basílica, por el lado de la sacristía, en el centro de una protección circular crece un retoño del árbol de Gernika.
Sigamos en esa fantasía que nos permite viajar al pasado. Dicen las crónicas –esas que se escriben en cuadernos de tapas de piel o en servilletas manchadas de café...– que la Casa de la República no fue siempre republicana, ni siquiera casa en sentido estricto. Antes de la Guerra civil, fue un caserón de tránsito para arrieros que traían mercancías desde la ría. Más tarde, ya en tiempos revueltos, se convirtió en sede improvisada de tertulias políticas, sacristía laica donde se mezclaban estudiantes, ferroviarios, maestros y un puñado de soñadores vocacionales. ¿Se conspiraba con un cigarrillo encendido y la camisa remangada, mirando cómo el sol planeaba sobre el Monte Avril...? ¡Quien lo sabe! Es posible.
Cerremos los ojos y haga quien esto lee en compañía un ejercicio de imaginación. Por dentro, el corredor huele a humedad y pomada de eucalipto, una fragancia que podría haber usado cualquier abuela del barrio para curar catarros o decepciones. Las vigas del techo, gruesas como costillas de ballena, guardan las marcas de viejos incendios y fiestas de verano. El suelo, con sus baldosas hidráulicas de estrellas y rombos, parece un mapa astral en el que los vecinos aprendieron a leer —sin saberlo— las posibilidades del mundo.
La verdadera historia del edificio no pertenece a grandes discursos, sino a un desfile de historias humanas. ¿Recordarán algunos vecinos aún a Fermina la modista, que cosía vestidos para las muchachas de Begoña mientras escuchaba radionovelas que hacían llorar incluso a quienes pasaban por el pasillo. O al señor Echevarría, ferroviario jubilado que convertía el patio en un taller de maquetas y que, en tiempos de lluvia, cedía sus locomotoras de hojalata para que los niños olvidaran el frío...?
En los años setenta, cuando el barrio empezaba a modernizarse a golpe de hormigón, la Casa acogió clases de alfabetización para mujeres. Hubo tardes –cuentan– en que el aire del aula vibraba con una mezcla de vergüenza, orgullo y verbos recién aprendidos. Ese eco aún parece flotar en la escalera, donde el polvo se mueve como pólvora sin disparar.
Entremos en las viejas crónicas urbanas. Las distancias del extenso término municipal de Begoña eran de hasta tres y cinco kilómetros, contados desde los caseríos más apartados hasta la iglesia parroquial, punto de reunión, espiritual y municipal, de los vecinos y también lugar de esparcimiento en juegos, bailes y romerías. Por eso, tanto delante del templo como detrás de él, se fueron configurando sendas explanadas abiertas, conocidas, tradicionalmente, como plazas de «abajo» (la de delante de la iglesia) y de «arriba» (la de detrás), situadas, en efecto, a distinto nivel una de otra, tal y como todavía siguen, a pesar de las reformas estructuras acometidas alrededor de la parroquia. A medida que fue creciendo el vecindario y los servicios municipales requerían mayor atención y organización, se fue haciendo sentir la necesidad de construir una casa consistorial.
A mediados del siglo pasado, el Ayuntamiento de la anteiglesia de Begoña decidió construir una nueva casa consistorial o casa de la república. El lugar fue el mismo donde estuvo la anterior, es decir, la plaza de arriba. Tras la anexión total de Begoña a Bilbao, en 1924-1925, y a pesar del deseo de dejar en ella la sede de la entidad local municipal menor, los representantes municipales fueron desapareciendo. Esta casa de 1856 sufrió varias reformas y hasta hubo un proyecto, en 1913, para reconstruiría de nueva planta, el cual no se hizo porque los anexionistas tenían cada vez más fuerza. Su derribo total se produjo en 1957.
