Venga a nosotros aquel reino, el de los hombres pioneros que propiciaron, con éxito, un triple salto mortal que propició que la vieja Bizkaia cruzase la frontera entre el siglo XIX y el siglo XX con vigor y una fe insólita en convertirse en un pueblo pujante. Hay en el paisaje del viejo Getxo, allá por 1895, un viento que huele a astilleros, a hierro y a mareas que tiran de los barcos al amanecer, pero también un hálito distinto: el del ingenio que rehúye lo obvio. Allí nace Juan Dourte, hijo de la contienda económica vasca, de los humos y los andamios, pero con algo de otro aire: el de la madera que canta, el viento que pasa por los tubos, el eco que reclama solemnidad.

Según los datos que se conservan, Dourte habría estudiado organería con Juan Melcher –o al menos se formó en esa órbita, dicho sea a falta de datos concretos...– y ya en la juventud decide comprar acciones de una fábrica llamada Merther. En ese salto está el germen de su audacia: del obrero o comerciante al empresario de un negocio tan peculiar como la fabricación de órganos.

En 1924, con un Juan joven de 29 años. Arranca la empresa que llevará su nombre, aunque en los documentos aparece formalizada unos pocos años después. En 1926 se construye en el barrio de Begoña la fábrica de órganos “Fábrica de Órganos Nuestra Señora de Begoña”.

Cuentan las crónicas y los libros de la época que el edificio se alzaba entre calles Iturriaga y Landaburu —en las cercanías de la basílica de la virgen de Begoña—, donde Dourte había instalado también un gran secadero de maderas, aprovechando la abundancia de recursos en Bizkaia. Y así, casi sin que la ciudad lo supiera, bajo el rugir de las máquinas siderúrgicas y el incesante tráfico de vapor, pudieron nacer los tubos de órgano, las cañerías de viento y los registros que en el futuro resonarían en iglesias, capillas y auditorios.

El edificio de la fábrica de Dourte no era un taller humilde: constituía una pesada maquinaria industrial vestida con el decoro del ingenio. En la arquitectura de los talleres se percibe la continuidad de la metalurgia vasca: ladrillo, hierro, maderas secas, ventanas amplias para dejar entrar la luz, espacio para el aire —fundamental cuando se trabaja con madera, caudales de viento y tuberías que no pueden doblarse—.

Ese edificio, en Begoña se convirtió en un símbolo híbrido: fábrica de órganos, almacén de secado, taller de tuberías y taller de técnica electro-neumática. Era un oasis extraño en la gráfica del Bilbao industrial dominada por Altos Hornos, barcos y minas, pero al mismo tiempo algo muy compatible con el oficio vasco del “hacer bien”, del objeto construido con precisión, de la máquina balcón al arte.

En el nuevo barrio de Begoña, la fábrica aportaba empleo, dinámica, actividad: carpinteros, tuberos, ebanistas, mecánicos eléctricos. La madera que entraba se convertía en consola, pedalería, secretarios; el aire que soplaba, en presión para los registros; la técnica neumática y eléctrica transformaba la habilidad artesanal en un producto moderno que se podía exportar. La fábrica vivía en esa tensión entre lo artesanal y lo industrial: un órgano como objeto de culto, pero producido con la eficacia de una cadena vasca.

Y ahí radica su peso simbólico: no sólo construía instrumentos, sino que elevaba el oficio de la organería al nivel del orgullo local por construir, crear, exportar. Porque Dourte no sólo quedaría en el País Vasco, sino que su obra traspasarían fronteras —y eso contribuyó a la autoestima de una región que quería algo más que hierro y carbón.

Hablar de la fábrica Dourte en la sociedad vasca de los años 20, 30 y 40 es hablar de un pequeño milagro industrial que conjugaba industria, cultura y fe. La fábrica generaba trabajos especializados que no dependían del hierro o del astillero directamente. Carpintería musical, tubería, mecánica eléctrica. Para una joven región que buscaba diversificarse, era una señal de que había otros caminos. Con la consecución del Gran Premio en la Exposición Internacional de Barcelona de 1929, la firma Dourte se elevó al estatus de marca de prestigio. Esto no sólo era buen negocio sino orgullo para el País Vasco: una fábrica vasca ganando premios internacionales en un oficio tan exquisito como la organería.

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La firma Dourte construyó instrumentos en múltiples lugares de España –y también en Latinoamérica y Filipinas– y de este modo, Bilbao-Begoña se conectaba al mundo. En una sociedad con fuerte arraigo cristiano y con iglesias que querían modernizarse, los órganos de Dourte representaban lujo, modernidad y vocación musical. Las parroquias vascas y navarras que recibieron estos órganos lo veían como signo de progreso y distinción.

Como toda gran epopeya industrial, la historia de la fábrica de órganos Dourte termina no con un estruendo sino con un desvanecimiento. La fábrica dejó de funcionar, el edificio fue derribado o transformado. La desaparición no es un fracaso sino un epílogo inevitable: cambian los materiales, ya no se edifican las grandes máquinas de viento, la liturgia se modifica, la música entra en otro canal. Pero lo que queda es el eco: los órganos que siguen funcionando, las iglesias que los conservan, la memoria de que en aquel rincón industrial del País Vasco hubo un lugar donde la madera vibraba para el divino y lo humano, para la vida en fin.