Empezamos el recorrido en la milla de oro vizcaina, la Gran Vía López de Haro. El contraste es evidente: los anuncios de colonias elegantes y moda brillante acaban convertidos en colchones, almohadas y cortavientos improvisados. El resplandor navideño convive con siluetas agazapadas que, noche tras noche, buscan algo de seguridad. Y si hay un denominador común en estas historias, no es ni el origen ni el motivo que los trajo, sino la soledad.

Uno de esos rostros es el de Loki Shoundaze, de Ghana. Lleva año y medio en Bilbao y se ubica en la esquina donde Rodríguez Arias se cruza con la calle Ercilla. Allí ha levantado un pequeño castillo de cartones que lo protege del viento. Entre ellos cuelga un cartel que dice “Necesito comida”. Con su inglés y un castellano precoz, aguanta hasta que cae la noche, en un punto que ya reconoce como suyo.

"Uno no puede estar quieto, todo se puede solucionar"

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De allí nos movemos hacia la plaza Circular, donde Momchil Ivanov –búlgaro con casi cuatro años en la ciudad– hace de portero improvisado en un establecimiento financiero. Procede del norte de Bulgaria, trabajó diez años limpiando coches en Reino Unido y llegó a Bilbao tras una larga odisea. “Los albergues están llenos”, explica. “Y la calle ha cambiado. Antes uno estaba tranquilo. Ahora conviven muchas culturas y no todos vienen con las mismas intenciones”. Ha dejado de acudir al comedor social. “Si no hay plazas, es perder tiempo y esperanza”.

Su mayor preocupación es la seguridad. Aun así, conserva una fe terca. Este verano trabajó como peón en las obras de un hospital. “No se puede estar quieto, todo se puede solucionar”, afirma. Pero no consigue alquilar una habitación. La noche anterior durmió en un cajero de Portugalete, en busca de la protección de la Virgen de la Guía. Su abrigo es ligero, su manta mínima y el frío es su enemigo más constante.