bilbao - En Utrecht, a un día de que el sol del Tour lo ilumine todo con ese calor que derrite el asfalto en julio, habla Contador sobre el reto que supone conquistar Giro y Tour el mismo año -una hazaña en los tiempos que corren-, se rebela Quintana ante el susurro de Nibali, campeón en curso, que cuestiona al colombiano, y se aclimata Chris Froome rodeado por el séquito british del Sky. A un día del estreno, saludan los equipos, se presentan los maillots diseñados para la carrera y las bicicletas que todo el año fueron de un color se decoran de otra manera para agasajar a la carrera francesa. Ese sacrificio al dios Tour tiene algo de rito. Es la liturgia que festonea el txupinazo de la Grande Boucle, que despliega una semana infernal como si se tratara de la alfombra roja de Cannes.
Aunque glamuroso y repleto de flashes y estrellas, el Tour no es Cannes, precisamente. Lo que tiene de placentero Cannes y su festival, lo tiene de inquietante y doliente el Tour y su primera semana, un ente en sí mismo, un leviatán. Un canto de sirena perturbador. Un campo de minas que despega mañana en la rampa de un prólogo (13,8 kilometros) que es un contrarreloj entre calles. “No va a haber descanso”, radiografía Markel Irizar sobre la primera semana. “No vas a ganar el Tour en la primera semana, pero lo puedes perder”, explica el corredor del Trek. Se lo recuerda la experiencia. A él y a todos los dorsales. Esa idea, tan enraizada, interiorizada en el tuétano del pelotón, provoca nerviosismo e intraquilidad. Nadie quiere mirar más allá de ese pasillo repleto de aristas, tramposo, juguetón y caprichoso que son las primeras jornadas del Tour, una carrera al sprint. “El Tour se corre en estampida”, define Beñat Itxausti sobre el Tour. “Seguro que habrá más de una caída”, dice Irizar, que no solo apunta a la cuarta etapa, la del pavés, una de las más temidas en los primeros días de competición. Los adoquines, que tanto atemorizan, que el pasado año despiezaron el Tour en buena medida, han sido parte de estudio por los equipos que no quieren sorpresas desagradables. “No hay sitio para todos y todos quieren ir delante”, describe Josu Larrazal, preparador del Trek. “Esta la etapa de los adoquines, pero hay otras etapas esa primera semana que pueden hacer incluso más daño. Va a haber muchísima tensión”, analiza Irizar.
Sitúa la lupa el oñatiarra sobre la segunda jornada, cuando el pelotón correrá junto. Entre Utrecht y Zélande se espera que asome el viento, y con él el látigo de los abanicos, una trituradora para el que le coja con el pie cambiado o despistado. “Y ya sabemos que puede pasar con los abanicos, son muy peligrosos”. Difícilmente ofrecen los abanicos un empate como resultado. Ganancias y pérdidas más propias del parqué bursátil. Si acaso, de dimensiones homéricas. Tras el viento, descolla el Muro de Huy, una clásica para el tercer día. Otro jornada de lo más exigente antes de los adoquines. “Creo que los tramos son un poco más light que en la París-Roubaix, pero si llueve...”, avanza Irizar. De regreso, el viento en un día ondulado, otra característica de la semana inicial, los perfiles erizados. Como el de la octava etapa que desemboca en el Muro de Bretaña, el día que saluda a la contrarreloj por equipos de 28 kilómetros entre Vannes y Plumelec. Después llegará el primer descanso. Será tras la semana del pánico.