L día de ayer fue un espejismo. Era el día del padre. Mi quinto día del padre. Así que, de principio a fin, todo lo acontecido fue como un paréntesis dentro de esta faena de la cuarentena. Mi mujer y mis hijos me despertaron a las nueve de la mañana con una ración de abrazos, algo que en estos días de distancias de seguridad se echa de menos, la verdad.

Pero las celebraciones por el día del padre no habían hecho más que empezar. "Tenemos muchas sorpresas, pero todavía no puedes saber para quién son", me decía con retintín Malen, quien hace siete días que no ve ningún humanoide que no seamos sus padres y su hermano. En la cocina me encontré un desayuno digno del Cuatro Estaciones, con copita de zumo de naranja, tortitas recién hechas por la chef Malen y hasta flores del jardín recién cortadas para la ocasión. Sobre la mesa, Urtain se debatía entre probar una de las tortitas o darse a la fuga ante tanta expectación. Sabe por experiencia que cuando los enanos están alterados no suele terminar en nada bueno para ella.

Después del atracón llegó la hora de los regalitos. Hay que reconocer el mérito organizativo. ¡Esta gente tenía un regalo para el día del padre desde antes de estar confinados! Estoy deseando salir de casa con algo que no sea un chandal para poder estrenar mi nuevo cinturón. Los días de confinamiento han venido bien para que Lur y Malen me hagan una tarjeta con recortes y mucho brilli-brilli.

El tiempo no pudo ser mejor y con el sol que hacía pudimos salir al jardín. Definitivamente, en la nueva civilización que estamos levantando con el coronavirus, ahora mismo el mundo no se divide entre ricos y pobres o blancos y negros. Los que tenemos un trozo de jardín o terraza somos los más envidiados. Lur y yo nos hemos desahogado jugando un apasionante Athletic-West Ham que ha terminado con empate a siete goles. Yo he terminado satisfecho con el resultado, porque es muy difícil jugar contra Lur. Cuando corre detrás del balón no para de cantar el himno del Athletic o a gritar "Aaaaathleetiic Cluuub, la-la-la-la-la-la-laaaaa, Aaaaaathletic Cluuub", y es inevitable que te entre la risa. El partido terminó cuando apareció en el cielo un helicóptero de la Ertzaintza. Dio varias vueltas entre los límites de Sopela, Barrika y Urduliz, y entre el ruido que hacía y lo bajo que volaba, a los críos les encantó. Nos pusimos en la mitad del jardín a saludar con los brazos hasta que Izaskun, mi mujer, me preguntó si no pensarían que les estábamos llamando porque necesitábamos ayuda y nos metimos en casa a todo correr avergonzados.

La tarde fue un paréntesis. Tocaba trabajar y, aunque fuese con una oreja puesta en lo que pasaba en el salón y teniendo visitas de los locos bajitos cada diez minutos, uno intentaba concentrarse lo máximo posible para despachar el trabajo cuanto antes.

Notamos que los críos echan en falta la rutina. La primera consecuencia es que Lur no se echa la siesta y se pasa las tardes mucho más irascible. Ayer lo toreamos jugando al atardecer a tinieblas, como al escondite pero a oscuras. Muy divertido, hasta que alguien empezó a llorar. No fui yo.

Ayer fue un buen día, pero ya me advirtió mi mujer: "No toda la cuarentena va a ser orégano". Seguro, porque así yo podría estar cien días más.