Eran dos menores con mucha falta de higiene, muchos piojos. Le pregunté a una que si había visto a Bob Esponja en la tele y me dijo: No, no tenemos luz. Era invierno, a las cinco de la tarde se metían todos a dormir en un colchón porque hacía frío, sin cenar, sin desayunar”. Ha pasado mucho tiempo, pero la auxiliar higienista Inmaculada Pereda, que lleva 19 años supervisando a escolares en Bilbao, aún recuerda este caso porque le “afectó mucho”. “Llamé al Negociado de Protección del Menor y lo solucionaron rápidamente”, señala esta profesional, que también ha visto “casos en los que, sobre todo las niñas, tienen cambios de conducta muy evidentes, te empiezan a contar cosas y dices: Uy, aquí hay algo. Yo ahí no entro, apoyo, estoy con la niña, pero doy parte a los de arriba”, explica y aclara que en dos décadas “han sido pocas veces” las que ha tenido que “llamar urgentemente”.

Inmaculada se ha encontrado con situaciones “muy graves” en el ejercicio de su profesión, pero en su día a día se enfrenta a cuestiones más cotidianas, como las liendres, las uñas sucias o el mal olor de las deportivas. “Detecto problemas de higiene que puedan afectar a las relaciones sociales de los menores con los otros compañeros o causar pequeñas enfermedades y ayudo a las familias a solucionarlos”, expone esta bilbaina de 62 años, que estudió Administración y Finanzas antes de virar su rumbo hacia el trabajo social y ahora presta servicio como higienista en cinco centros educativos de Txurdinaga y Otxarkoaga.

Su objetivo no es pasar la esponja o desenredar melenas, sino “crear hábitos, que los menores y las familias vean la necesidad de la higiene diaria, pero no solo a nivel de salud, sino también a nivel de relacionarse con el resto”, recalca. El mal olor o el aspecto desaliñado pueden desembocar en bullying. “Los niños son muy crueles. Hay niños con muchas carencias de higiene que son líderes y contra esos no, pero contra los que son un poquito más débiles sucede entrar a una clase y ver a todos agrupados en un rinconcito y una nena o un nene solos. ¿Qué pasa aquí? Es que huele mal. Claro que lo he visto. Para eso estoy yo, para evitar que lleguen a eso”.

Para lograrlo tiene un tiempo limitado, entre Infantil y Primaria. “Con 12 años se marchan del cole y les pierdo la pista y todo lo que no haya conseguido...”, dice. La despedida da buena muestra de la relación que llegan a entablar con ella. “En 6º les digo: Es la última vez que estamos juntos porque ya te vas al insti. Y me dicen: ¿Y no vienes? Yo soy como una silla del cole, una más, creen que voy a estar con ellos toda la vida”, comenta con cercanía.

El primer contacto con las familias es delicado. “Cuando empecé a trabajar me veían como el enemigo, la señora esta de la bata blanca que ve mis carencias y me llama al orden. Tenían miedo: Ay, me van a quitar a los hijos. Ahora me ven como una ayuda”, afirma. De hecho, cuenta, “muchas madres de hoy en día han sido niñas a las que he supervisado y con las que he hablado de todo: de chicos, de menstruación... Tienen esa confianza de decir: Inma, tengo a mis padres enfermos y me tengo que marchar. Los niños se quedan al cargo de un familiar. Durante este mes que voy a estar fuera me los miras un poco. Yo pretendo subsanar esas carencias”. Esas y otras, como, por ejemplo, que a una familia se le estropee la caldera. “Hasta que la consiguen arreglar y tener agua caliente, aquí tenemos la ducha para cuando la necesiten”.

“No lo viven como un estigma”

En el despacho médico del colegio Pío Baroja de Txurdinaga, donde hay un aseo con ducha, Inmaculada detalla los pasos que da cuando detecta que algún escolar no acude bien aseado. En primer lugar, se lo comunica al equipo directivo, al profesorado, a las familias y, si es preciso, a la médico municipal que lleva la zona. Después, se pone manos a la obra, tratando de implicar a los menores y su entorno. “Si es un problema puntual de falta de higiene y yo les doy las toallas y el gel, se asean, se duchan y se cambian, pero no les creo ese hábito. Procuro que colaboren y traigan sus mochilitas con sus toallas, su ropa de cambiar, su muda limpia, incluso su champú y su gel. También lo hay aquí, pero es para que se impliquen y generalmente funciona muy bien”, asegura y subraya que deben “traer muda limpia porque alguna vez no la traen y no está muy ponible”.

En su neceser, entre sus herramientas de trabajo, Inmaculada nunca olvida la empatía. “Ya que tienen que venir a ducharse al cole, que yo supongo que no es muy agradable, procuro que sea un ambiente divertido y que venir conmigo sea un premio. De hecho, en muchos colegios lo es”, asegura. De ello dan buena cuenta dos de las niñas a las que acompaña actualmente para asearse. “Dicen: Me voy a duchar con Inma y todos los demás: Jo, qué suerte, qué morro. No lo viven como un estigma, sino todo lo contrario. Yo me encargo de que sea ameno, les pongo pegatinas en las uñas y si les tengo que decir una crítica, intento que me la acepten a buenas”.

Las críticas a las que se refiere Inmaculada son, por ejemplo, unas manos sucias, unas uñas que no conocen las tijeras... “Me ha pasado estar dos hermanas duchándose y al salir decirme una: Me duelen los dedos. Le miro los pies y le digo: Nena, pero ¿estas uñas? Ven que te las voy a cortar y dice: Ah, pero ¿las uñas de los pies se cortan? Digo: Pues, claro, te voy a enseñar para que te lo hagas tú o para que le digas a tu hermana o a tu madre que te ayuden y no esperes a que se te rompan con los zapatos”.

En otras ocasiones el problema no es la largura. “Me vienen niñas de ocho años con uñas postizas. Si son de las que se hacen con lamparita, que luego lo arrancan, les dejan las uñas... Me cuesta mucho, pero les digo: Te has estropeado las uñas, les pongo unas pegatinas y un poco de endurecedor y, como brilla, les gusta”, dice Inmaculada, que va buscando sus trucos para cada ocasión.

“Los piojos causan mucha alarma”

Cuenta Inmaculada que “un tema que causa muchísima alarma son los piojos, aunque si un niño los tiene puntualmente no supone ningún problema sanitario”. Cuando los detecta en alguna cabeza, habla “con las madres o abuelas de los menores, que son las que se encargan” y les hace de apoyo. “Tengo desenredante, les humedezco el pelo y les paso la liendrera y así compruebo el grado de pediculosis que tienen y les ayudo a acabar de eliminar las liendres, que cuestan más”, señala.

Otras veces las invita a acercarse al colegio. “Les digo que vengan con la niña y entre las dos le damos un meneo. Buscamos truquitos. Pasan la liendrera y dicen: Ya está. Digo: No, tienes que hacer una palmera, pones el pelo arriba, sacas cuatro mechones y vas pasando. Les cuento que yo también lo hacía con mis hijas”, reconoce con esa naturalidad con la que aconseja una amiga o una vecina. “Esa es mi forma de ser, pretendo que me vean como un apoyo”.

Sus recomendaciones no solo llegan a las madres, también a algunas andereños. Como, por ejemplo, la de no matar a un piojo a cañonazos. “A veces me dicen: Le he visto una liendre a mi hija y le he hecho el tratamiento. Digo: El tratamiento es agresivo, es para cuando es necesario. Si has visto un piojo o una liendre, lo quitas y no tienes que hacer más”.

Madres jóvenes con muchos hijos

Inmaculada intenta revisar todos los meses a todos los menores que tiene asignados “aunque sea cinco minutos”. Le bastan para intuir que algo no va bien. “A los más mayores los saco fuera de la clase y tengo el ojo entrenado. Es mirar y decir: Aquí pasa algo. Les pregunto: ¿Qué has hecho este finde? y te cuentan: Es que mi mama no está. Y dices: Ah, pues esto pasa. Cada niño es un mundo e intento apoyarles lo mejor posible en cada momento”, afirma esta auxiliar higienista, que enseguida nota si falta la madre, ya sea “por una enfermedad o porque la abuela se ha puesto mala en Burgos y se han marchado a cuidarla”.

A veces la falta de higiene tiene que ver con factores culturales. “Ahora cada vez menos, pero antes estaba el tema de no lavarse con la menstruación. Hemos batallado mucho con eso porque son creencias muy arraigadas y en ciertas etnias más”, deja constancia. También, apunta, “hay mucha inmigración y muchas veces hábitos que tienen para ellos son normales y aquí no”. En esos casos intenta, “siempre con muchísimo respeto”, ir solventando las carencias. “Los niños son mis aliados porque no quieren destacar por nada malo. No quieren que el compañero les diga: Este huele mal, este tiene piojos... Lo que hemos trabajado con las deportivas, el olor de pies, es terrible”, da fe.

La convivencia de muchas personas bajo un mismo techo tampoco facilita una buena higiene. “Igual son el matrimonio, ocho hijos, los abuelos, luego viene el tío de no sé dónde o se casan los mayores y, en vez de marcharse, traen a la pareja y tienen hijos. Nadie tiene casas de 150 metros cuadrados en Otxarkoaga. Les preguntas que cuántos baños tienen y te dicen que uno. No ya para ducharse, sino para hacer pis”, detalla. “Antes me encontraba casas en las que vivían muchos niños y la bañera, de esas chiquitinas, era para meter la ropa sucia. Y dices: A ver ahora cómo hago yo esto. Yo hablo con las madres y dicen: De vez en cuando... Como por ahí no vas a poder hacer nada, para eso estoy yo”, se ofrece. Y los críos encantados. “Les gusta mucho que el agua caliente sea inacabable. Si son cinco hermanos, el último...”, deja en el aire.

Por otra parte, hay “madres muy jóvenes que tienen muchos hijos que no ven la necesidad de la higiene. Entonces, ya está la pesada de la bata blanca diciéndome que tal”, recrea Inmaculada, quien rescata el caso de unas niñas que hace muchos años se iban a duchar. “Les dije: Si a ti te gusta, ¿por qué no te duchas en casa? Y me dice: El gas es para comer, no podemos gastar en agua caliente. Ahora los servicios sociales apoyan más y esto cada vez pasa menos, pero sigue pasando”, avisa.

Por último están las pataletas de los pequeños. “No quieren ducharse y lloran. Y te dice la madre: Ay, no, llora y hay que explicar que el adulto eres tú y esto no puede ser. Hace no mucho la madre de una niña pequeña decía: Contigo se deja. Si el niño no quiere, le das una jarrita y un baldecito. Es que llora. Ya, mi nieto también y le digo: Cariño, hay que lavar, que tienes que oler a rosas”.