No conozco a nadie a quien le caiga gordo el más famoso de los gordos. El 22 de diciembre todos ansiamos que nos pase algo gordo para armar la gorda; uno informa al típico cuñado de la buena nueva, quien exclama: “Esta sí que es gorda, yo que ando sin una gorda”. El gordo decembrino no siente rechazo social, no es estigmatizado por su abundancia en carnes, su exceso en grasa; a decir verdad, cuantas más capas de tejido adiposo recubran su cuerpo, cuanto más se asemeje al Bibendum original de los famosos neumáticos, miel sobre hojuelas: Sí a la obesidad mórbida, no ha lugar a la gordofobia. Un gordo compartido entre familiares, compañeros de trabajo, amigos, etc., a quien abriríamos las puertas de par en par hasta la cocina para después encerrarlo en la cuenta bancaria si tuviese la deferencia de elegirnos para formar parte de nuestras vidas, de dejar que lo adoptemos. Anhelamos, codiciamos, su llegada y mientras, sumidos en nuestras ensoñaciones, imaginamos qué agujeros taparía, los caprichos que nos facilitaría, las oportunidades que nos brindaría. Llegado el día, comprobaremos que de nuevo ha sobrevolado muy alto y descendido en otros lares para ser regados con su peculiar maná. Segismundo nos lo recuerda en su celebérrimo soliloquio: “... Y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”. ¿Y si acaso ya somos afortunados sin la compañía del gordo?
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