No hay dos partidos iguales, pero el de anoche recordó muchísimo al anterior celebrado en San Mamés. La principal diferencia estuvo en el resultado, aunque tanto esta vez con el Celta como entonces ante el Valencia el Athletic dijo la última palabra con sendos goles de Berenguer en el minuto 98. En esta oportunidad significó la victoria, mientras que dos semanas atrás sirvió para rescatar un punto. En una lectura generosa de la actuación del equipo de Ernesto Valverde, cabría señalar que se ha abonado a las emociones fuertes ante su afición. Siendo esto muy cierto, no lo es menos que sufrió una barbaridad a causa de la irregularidad de su fútbol, de una inconsistencia que le volvió a exponer demasiado a la derrota. El triunfo perfectamente pudo caer del lado del conjunto vigués y en tal caso poco hubiese podido alegar.

Al espectáculo no le faltó de nada, pero le sobraron bastantes cosas. Aquí seguro que coincidirán Valverde y Rafa Benítez. De entrada, se ha de considerar que siete goles son una exageración, un hecho poco común que deja en mal lugar el trabajo defensivo de unos y otros. Para el espectador neutral sería una gozada, sin duda; para los seguidores de Athletic y Celta, un calvario. El constante baile del marcador, que incluyó dos ventajas visitantes, refleja la ausencia de gobierno, un descontrol en el que objetivamente la mayor cuota de responsabilidad se ha de atribuir a los jugadores locales. Su incapacidad para interpretar lo que el encuentro pedía fue desesperante y consecuencia de ello el Celta acarició el punto de inflexión que persigue desesperadamente para abandonar el pozo.

Pese a las diversas alternativas y al gran impacto de determinados hombres de ataque, en especial Nico Williams y Aspas, la sensación de que todo era posible porque la pelota iba de un área a la opuesta, y a la inversa, con una facilidad pasmosa, no deja en buen lugar al Athletic. Que el Celta arrastra serios problemas ya se sabía, para ver portería o aguantar el paso de los minutos, pero cuesta más entender que enfrente hubiese tal cúmulo de errores, que durante largas fases nadie supiese aportar algo de criterio o que el colectivo únicamente a ráfagas pudiese carburar en condiciones para imponer el ritmo que conviene a su propuesta habitual.

El desbarajuste de los centrales locales, deficientemente coordinados con los medios, fue notorio. Su incidencia, clave para comprender que el Celta generase peligro casi en cada ocasión que atravesaba la línea divisoria. Basta con repasar los goles gallegos para hacerse una idea aproximada de que anduvieron al garete, a merced de las ocurrencias de un Aspas que, como algunos temían, vino a Bilbao a resucitar tras meses de sequía. Y aún no se ha mencionado que Unai Simón tuvo que intervenir decisivamente cuando el pulso estaba equilibrado y se enfilaba el tramo final, deteniendo un penalti al capitán celtiña. Hubiese supuesto el 3-4.

La realidad fue que el Athletic, impotente para elaborar y cerrarse con garantías, tuvo que fiar su suerte al ingenio de Nico Williams, que se cenó a su par, Kevin, desprotegido por sus compañeros. De las botas del extremo salieron tres de los goles, no así el cuarto. Este nació de un penalti que concentró el infortunio que acosa al Celta. Una mano involuntaria de Mingueza en un vértice del área, con el balón yendo hacia atrás, resolvió las angustias del Athletic. El árbitro no dudó y Berenguer engañó a Guaita, refrendando la leyenda negra del Celta, víctima propiciatoria en los minutos que preceden a la conclusión.

La noche arrancó de forma extraña, un anticipo de lo que luego se traduciría en un monumento al sobresalto, a la incertidumbre. El Athletic no funcionaba, flotaba en el verde, y Aspas inició su recital particular. Lo mismo chutaba de medio campo que se marchaba de los centrales y soltaba una picadita. Guruzeta replicó con un cabezazo horrible, sin oposición a servicio de Nico Williams. De modo que acabó prevaleciendo el arte del veterano punta de Moaña, que en el control le hizo un siete a Paredes y ajustó desde la frontal un zurdazo que se coló tras lamer un poste. Golazo al que respondió Sancet con otro cabezazo desviado y poco después con el empate, aprovechando un balón suelto salido de una disputa de Vesga con Starfelt que el Celta protestó.

Las quejas fueron un ingrediente que salpicó la velada, pero los gallegos perseveraron, no se vinieron abajo y pronto cobraron otra ventaja, al resolver Bamba un despeje erróneo de Vesga. Otro chispazo de Nico Williams salvó los muebles justo antes del descanso; Guruzeta, ahora sí, estuvo en el sitio para sorprender a Guaita. Al poco de reanudarse el juego, los mismos actores obraron la voltereta, propiciada por otro mal despeje, a cargo de Beltrán. Había salido el Athletic con dos marchas más al campo y se notó. Sancet dispuso de la puntilla, no es preciso dar el nombre del pasador.

Todo indicaba que el equipo tomaba por fin el mando de las operaciones, pero fue un espejismo. No estaba fino el Athletic, la reacción se diluyó. El tercero del Celta sentó como una patada en el estómago: un envío que cruzó todo el terreno y pilló a la zaga desubicada, situación que Aspas exprimió a fondo para que Larsen tuviese su cuota de gloria. Después el penalti provocado por una volea de Nuñez, una mano sin discusión de Guruzeta, y va Aspas y emborrona su partidazo o, si se prefiere, Simón le quita el caramelo de la boca y da oxígeno a los suyos.

En fin, un sinvivir que culminó con el segundo penalti, aunque Dani García también pudo deshacer la igualada un ratito antes de no mediar la estirada de Guaita. Alivio rojiblanco. Tremenda y comprensible decepción en las filas gallegas. Al Celta, con la apremiante necesidad de puntos que arrastra, probablemente no le sirva de consuelo el modo en que dio la cara y afloró las debilidades de su adversario. Debilidades que, como se ha comentado, no pueden catalogarse como algo aislado, un accidente. Hace dos semanas se asistió a algo muy similar, con la particularidad de que ayer la impresión de que el equipo ha extraviado su fiabilidad fue más impactante. De modo que empieza a haber motivos de peso, en plural, para preocuparse, máxime  si se repara en el errático comportamiento que ofreció el equipo durante la pasada temporada.