San Mamés acogerá dos de las cinco jornadas que cierran el campeonato liguero. Tal y como se han puesto las cosas, el Athletic va a necesitar rentabilizar al máximo ambas, a costa de Celta y Elche, si quiere clasificarse para Europa y no le bastará con ello. Además, deberá sumar y bastantes puntos en sus salidas a los feudos de Villarreal, Osasuna y Real Madrid. Definitivamente, las urgencias se ciernen sobre el equipo de Ernesto Valverde, obligado a firmar un gran final de temporada.

Que haya llegado a esta situación, cuando hace solo un par de semanas el panorama se antojaba muy favorable a sus intereses, obedece a diversas cuestiones, pero es imposible obviar el par de derrotas consecutivas que ha sufrido ejerciendo de local ante Sevilla y Betis. Resultados que se añaden a una trayectoria en absoluto satisfactoria en calidad de anfitrión. Basta con reparar en que acumula casi el mismo número de puntos en casa y fuera, 24 y 23. El Athletic no ha sabido explotar el factor campo, no al menos en la medida que cabría esperar. Al fin y al cabo, desde siempre competir ante la afición propia se considera una ventaja. No se conoce entrenador o jugador que prefiera desplazarse a un escenario que no le es familiar para afrontar un encuentro oficial.

La elocuencia de las cuentas ahorra disquisiciones. A expensas de lo que suceda en las dos citas pendientes en Bilbao, el Athletic iguala su peor registro en una década. Con un matiz: pese a que aparece con los mismos puntos, 24, que los acumulados en la campaña 2017-18, bajo la dirección de José Ángel Ziganda, entonces el número de derrotas fue inferior, cinco por las siete de ahora. Y puestos a comparar, no estaría de más refrescar la memoria, dado que en aquel año tuvo el Athletic que gestionar un calendario de una exigencia superior con nada más y nada menos que catorce compromisos europeos.

No fue menor la dificultad que asumió el Athletic en los cuatro años correspondientes a la anterior etapa de Valverde, de 2013 a 2017. Época de constantes participaciones en torneos continentales. Con una agenda repleta, el Athletic hizo 43, 30, 37 y 43 puntos como local; con 13, 8, 11 y 13 triunfos; dos, cinco, cuatro y dos derrotas. Nada que ver con el itinerario descrito desde el pasado agosto: 24 puntos, siete victorias y siete derrotas.

Este dato concreto, el de partidos perdidos en casa, únicamente se empeoró con Marcelo Bielsa al timón: el Athletic cedió ocho en el curso de su despedida (2012-13); si bien, para decirlo todo, también ganó ocho.

Derrotas en casa

Perder en siete ocasiones en su campo es algo que en la actualidad ni siquiera reproducen los equipos de la mitad baja de la tabla, con las excepciones de Espanyol y Elche, que ostenta el récord con diez. Justo los dos que cierran la categoría. Así que para entender que el Athletic no haya dejado de enredar en la carrera por un lugar entre los mejores, se ha de ponderar que ha respondido en los viajes. La casilla de derrotas fuera, donde constan cinco, le permite establecer una diferencia muy apreciable con la mayoría de los rivales, especialmente llamativa con respecto a los diez peor colocados. En realidad, solo Barcelona y Atlético de Madrid, primero y segundo, han perdido menos de visita que el Athletic, empatado en este aspecto con la Real. Suena raro perder más veces en casa que fuera, sobre todo si hablamos de un candidato a Europa, pero el Athletic es capaz de protagonizar esta clase de paradojas. Aún está a tiempo de enmendarlo, pero hasta pudiera ser conveniente que no fuera así, pues podría significar que rubrica un acopio de puntos extraordinario en el esprint final.

De cualquier forma, tanta frustración al calor de la grada merecería una reflexión. Seguro que el tipo de fútbol que propone está conectado a ese comportamiento anómalo. Sus limitaciones en los metros finales resultan más acusadas contra enemigos que ceden la iniciativa y son refractarios a asumir riesgos. O sea, el modelo clásico de los equipos que vienen a Bilbao. Cuando el Athletic es el visitante, los papeles se invierten y dispone de delanteros con el perfil idóneo para explotar los espacios arriba, lo que eleva su cuota de acierto rematador.

Se aludía más arriba a una década, el tiempo consumido desde la inauguración del nuevo San Mamés. Antes del traslado surgió un debate en torno al ambiente. Se dudaba de que el nuevo domicilio, por su mayor tamaño, reuniese las condiciones que disparaban el termómetro de la pasión en el viejo recinto. Con el paso de los años, aquella discusión se fue desvaneciendo por mera inercia. Y a raíz de la iniciativa que desembocó en la creación de la grada de animación, el debate se dio por liquidado. La magia estaba garantizada, se proclamó. Hoy, con los resultados en la mano, a ver quién es el guapo que osa escudriñar en los efectos del incremento de decibelios que registra San Mamés. El tema da para una tesis.