NI me gusta, ni me interesa, ni sé de fútbol. Por eso no tendría que haber perdido dos horas de mi vida en San Mamés y ¡encima a mediodía! ¿Es que esta gente no come? ¿No tienen familia? Sí, he escrito PERDIDO y no han sido solo un montón de minutos, por culpa del fútbol ayer también perdí el ritmo de los biorritmos, mi dieta cardiosaludable y la cita dominical con el vermú.

Nunca hubiera ido al partido voluntariamente, no tenía interés. Pero mi jefe me dijo que tenía que hacerlo. Dije que no quería. El repitió que tenía que ir. Ni siquiera la literaria frase de Bartleby “preferiría no hacerlo” me sirvió de nada. El jefe insistió. En décimas de segundo me visualicé dejando mis huellas dactilares en Lanbide y ya no repliqué.

Una compañera que había pasado antes que yo por el mismo trance me advirtió de que tuviera cuidado con lo que pensaba escribir, porque a ella “la pusieron verde” en la web por no haber aprovechado esta tribuna privilegiada para escribir cosas serias. Por segunda vez me vi en Lanbide, pero esta vez con peluca, para que los lectores críticos no me reconocieran. Para evitarlo me propuse hacer un curso exprés de fútbol, pero llegó el día y no había encontrado la ocasión. Ahí estaba yo tratando de entender qué pasaba en el césped. Y tuve suerte, porque en el asiento de atrás había un chavalín que era un sabio en versión infantil. Lo mismo soltaba frases del tipo “está bien tener jugadores altos pero tienen que saber cubrir” o “Williams no es futbolista, es un atleta”, que le pedía a su aita un sobrecito de kétchup para el bocadillo. Ese joven asesor también se cuestionó en voz alta si “es lo mismo ser tonto que hacer el tonto” después de que un jugador del Rayo le atizara a otro del Athletic “justo delante del linier” y le cayera una tarjeta roja.

Incapaz de asimilar tanta sabiduría futbolística me dio por preguntarme qué hacía allí. Me acordé de que mi jefe me había mandado ver el partido y escribir una crónica “distinta”, porque se supone que no sé nada de fútbol y tengo que consultar el orden de las consonantes cada vez que escribo Athletic. Sonreí pensando que esta vez no iba a defraudar a nadie, estaba perfectamente cualificada para demostrar que era una marciana en un estadio.

El primer gol me pilló parpadeando, el segundo buscando el bocata en el bolso. Del tercero al quinto estuve en alerta permanente. Según mi vecino de localidad, había un jugador que “estaba desaparecido” -un tal Muniain-; pensé que me iba a ir sin saber si lo habían encontrado cuando oí por megafonía que lo cambiaban por otro. Por uno de esos chavales con chaleco naranja que ya llevaban un buen rato en un lateral haciendo el mismo calentamiento que yo en clase de zumba.