Estoy depre, eres bipolar... A Lorea no le gusta que se utilicen esas palabras, en boca de muchos jóvenes, a la ligera. “La gente no sabe el sufrimiento que hay detrás”, dice esta bilbaina, con conocimiento de causa, ya que ha padecido en piel propia y de un familiar ambas enfermedades, con la incomprensión como telón de fondo. “A un entrenador que tenía le dije que tenía ansiedad y que no iba a poder ir durante unas semanas y me contestó: Joé, con lo joven que eres y ya con esos problemas. Pensé: Pues es verdad y te sientes todavía peor”, cuenta esta estudiante, que sufre episodios depresivos desde los 23 años. De su “infierno”, recuperación y aprendizaje da buena cuenta con motivo de la celebración, hoy, del Día Mundial de la lucha contra la Depresión. Es su granito de arena para “desestigmatizar” la enfermedad y animar a quienes la padecen a pedir ayuda.

Lorea jugaba a fútbol sala desde los 7 años, pero hubo un tiempo, o varios, en los que apenas reunía fuerzas para levantarse de la cama. Por no tener, no tenía ni ganas de hablar con sus amigos más íntimos. “Con una depresión te sientes como muerto en vida, todo tu alrededor pierde su color. Es como si vieras la vida en blanco y negro”, describe. En esa penumbra, afirma, “emocionalmente eres incapaz de sentir alegría o satisfacción en ámbitos que antes sí te proporcionaban esos sentimientos, como puede ser estar con tus amigos, tu familia o practicando un deporte. Te quedas en casa y te vas aislando. Es como si te apagaran en todos los sentidos. Físicamente estás todo el rato cansada, con ganas de dormir o con insomnio, y mentalmente te afecta muchísimo”.

De todos los síntomas que sufrió el que más “miedo” le daba a esta joven, que se licenció en Periodismo y ahora está estudiando un grado en Integración Social, era la imposibilidad de concentrarse en tareas rutinarias, “como poner una lavadora”, y que le fallara la memoria a corto plazo. “Me pasaba mucho estar hablando con alguien y al momento siguiente ya no me acordaba de lo que me había dicho. Era una de mis mayores preocupaciones, pensar: Me estoy volviendo tonta. ¿Y esto lo voy a recuperar cuando esté bien?”.

Desde los 18 años, durante toda la carrera, Lorea convivió con “una ansiedad muy fuerte”, que afrontó como pudo en solitario. “Por problemas en la familia y de otra índole no lo exterioricé ni busqué ayuda. La primera psicóloga con la que estuve me explicó que cuando sufrimos tantos años una ansiedad tan elevada llega un momento en el que ese pico que está tan arriba va hacia abajo y te puede provocar una depresión”, comenta. Y eso fue lo que le sucedió a ella. Con 23 años recién cumplidos y su título universitario bajo el brazo, lejos de mirar al futuro con ilusión, sufrió su primer episodio ansioso depresivo. “Lo pasé tan mal durante mis estudios que no sabía si iba a ser capaz de dar el siguiente paso de la vida adulta y buscar un trabajo y una independencia. Me hundí en todos los sentidos”, confiesa.

Lorea cayó abajo, muy abajo, hasta lo más profundo. “Cuando por fin se lo pude contar a mi familia, empecé con psicoterapia y con una medicación. Lo que pasa es que el proceso de recuperación es muy lento”, advierte. Por más que hacía lo que le recomendaban, no atisbaba ninguna mejoría. “Ves que los días pasan, tú sigues igual y crees que eso no va a acabar nunca. Un minuto en esa situación ya es un infierno, imagínate semanas y semanas. Llegas hasta el punto de pensar que tu vida no tiene ningún sentido, que no tienes ningún futuro posible”, relata.

Un pozo por el que empezó a escalar tras su ingreso en la Unidad de Psiquiatría de Basurto. “Con la medicación que me pusieron allí y el seguimiento salí adelante”, dice. Adelante, pero con sus altibajos. “Lo más frustrante de los trastornos y enfermedades mentales es que no se suele tener un episodio y luego una evolución lineal. Es más un proceso en espiral o de subidas y bajadas, te mantienes, tienes una pequeña recaída y así hasta que puedes llegar a encontrar un equilibrio, pero con el paso de los años y sacando de cada episodio un aprendizaje”, dice y abre la puerta a la esperanza. “Pienses lo que pienses se puede salir aunque cueste”, asegura.

A sus 29 años, Lorea echa la vista atrás y repasa el cúmulo de circunstancias que contribuyeron a hacer mella en su salud mental. “Siempre he sido una persona con mucha inseguridad y miedo al cambio y al pasar del colegio, donde estuve quince años con los mismos compañeros y profesores, a un sitio en el que estás con 80 personas desconocidas no conseguí adaptarme bien. Ese cambio tan grande me generó mucha ansiedad”, reconoce. Además, “iba arrastrando necesidades emocionales no cubiertas en casa, porque un pariente muy cercano tiene un diagnóstico de trastorno bipolar y mi etapa adolescente fue bastante complicada, con muchos conflictos en casa. Eso también contribuyó a que luego llegara al final de la etapa universitaria muy desprotegida”, argumenta.

Ver como el resto de jóvenes avanzaban casillas, mientras ella estaba paralizada, la llenaba de impotencia. “La mayoría de mis amigos llevan años en su trabajo o tienen una pareja estable. Al principio me avergonzaba. ¿Por qué yo no puedo conseguir eso? Me pongo bien, recaigo, empiezo de cero... En cierta medida sí que te retrasa ese paso a la vida adulta”, lamenta. Por suerte, ha aprendido a relativizar. “Si no lo he hecho hace cinco años, lo haré en los siguientes. Tienes que aceptar las cosas como te vienen porque antes o después vas a conseguirlo”, afirma.

A lo largo de su proceso, Lorea se ha sentido “muy incomprendida”. “Intentas explicar lo que te pasa, pero como la gente no ve que tengas nada mal físicamente no te entiende. Es una desconexión tan fuerte de todas las emociones y todo lo que te hace tener ganas por vivir que es muy difícil que otra persona te pueda comprender realmente por más que te intente ayudar”, se hace cargo.

Lorea quiere dedicarse al ámbito de la salud mental. “Creo que estoy sensibilizada y puedo ayudar desde otra perspectiva”, indica. Aunque al principio no le contaba “prácticamente a nadie” que sufría depresión, ahora lo hace público para ayudar a otros jóvenes a romper su silencio. “No debe dar vergüenza. Ojalá llegue el día en que tener depresión sea como romperse una pierna”, compara, consciente de que perdura el estigma, sobre todo cuando se requiere hospitalización. “Para la familia es una desgracia: Mi hijo está loco, pero para mí un ingreso psiquiátrico es algo normal”, dice. Por eso insta a los afectados a hablar. “Antes de llegar a cualquier extremo, pide ayuda. No lo ocultes porque un tiempo puedes tirar, pero estos problemas no desaparecen, vuelven con más fuerza. Hay que coger el toro por los cuernos y tratarlos”.