Aitziber Etxeberria tiene grabado a fuego el 13 de marzo de 2020. Ese viernes su hija cumplió 12 años y lo celebraba al día siguiente en una pizzería con sus amigos. "Me llamaron por la tarde para decirme que lo tenían que suspender. Era muy triste. Impresionaba el silencio y ver las calles vacías y todo cerrado", rememora. Cajera en un supermercado de Eroski de Bilbao, vivió en primera persona la histeria colectiva, primero, por el papel higiénico; después, por la harina y la levadura, y finalmente, por las cervezas y el vermú. "La gente tenía miedo de que fuéramos a cerrar y quedarse sin comida. Tuvimos que tranquilizarles y decirles que el suministro estaba garantizado".

Ya desde antes de decretarse el confinamiento, se vivieron días "de mucha locura", reconoce al echar la vista atrás. Primero desapareció el papel higiénico -"a día de hoy todavía no sabemos por qué, se va a quedar como la gran incógnita del confinamiento"-, al que siguieron la harina y la levadura -"la repostería es algo muy recurrente para hacer con niños"-, y posteriormente llegó el turno de las cervezas y el vermú. "Los lineales se quedaban temblando en un visto y no visto. Era un maratón de colocar y colocar". Con las mascarillas agotadas, la gente se armaba con "kits personalizados y pantallas que hacían en casa con lo que tenían" y notaba la soledad de muchas personas mayores "que venían incluso varias veces al día y se quedaban un rato a hablar contigo".

Aitziber reconoce, un año después, que todavía le sorprende la tranquilidad con la que vivió aquellos días con un virus desbocado y la cifra de contagios y fallecidos creciendo a un ritmo frenético. "Estuvimos al pie del cañón todos los días. Quizá como intentabas tranquilizar a la gente eso también te hacía estar más serena", reflexiona. Lo que sí le pesaba, inevitablemente, era el miedo a contagiar a su marido y a su hija, ambos asmáticos. "En cuanto llegaba a casa me quitaba la ropa, me duchaba... Tuvimos mucho cuidado".

No fue fácil organizar la intendencia familiar, ya que tanto ella como su marido trabajan fuera y su hija no tenía colegio. "Se tuvo que quedar sola y hacerse mayor de la noche a la mañana, con 12 años recién cumplidos; le compramos su primer móvil para llamarla y ver cómo estaba".

"Los lineales se quedaban temblando en un visto y no visto; era un maratón de colocar y colocar"

Cajera