fueron los años del orinal. Todo parecía gigantesco. Fue la época del aceite de hígado de bacalao, el jarabe de calcio y el vino quinado. Una era de dedales, acericos y una Singer, inmóvil en su gastado mueble, pedaleada día y noche.

Me refugiaba en la bacinilla. Soñaba que alguien, heroico, había robado aquel recipiente de loza desportillada a un Cíclope distraído que la usaba como taza. La varilla rota de la que había pendido un visillo era un estoque en mi mano y, chis-chas, lo esgrimía ante los secuaces del monstruo, que pugnaban por recuperar esa parte del preciado ajuar.

Sentado, me sentía casi invisible. ¿Que puede haber más inútil e indefenso que un niño de 6 años con los bermudas de franela remendada bajadas hasta los tobillos?

Si era invierno me colocaba junto a la chapa de la cocina económica en cuyo interior ardía el carbón que animaba a bullir a las sopas de ajo. Al lado del puchero siempre hacía guardia una plancha con el asa forrada de madera y una lechera en la que se había ahogado alguna mosca glotona que quedaba enfangada en la gruesa capa de nata. En verano pegaba la espalda a los azulejos fríos junto a la fresquera.

Casi siempre olía a coliflor. A sardina y arenque en salazón. A costilla de cerdo adobada y rancia. A níspero. A chocolate negro escondido en algún lado. A hoja de periódico viejo con muchas esquelas.Algunos días también olía a Zotal.

Mis abuelos, mi hermana y madre iban y venían como si yo no estuviera allí. Veía sus rodillas. El abuelo regresaba del puerto con las botas polvorientas y el saco de arpillera colgando por su espalda desde la cabeza, como un penitente de la estiba. A veces se sacaba media bacalada de dentro de la camisa y la dejaba sobre la mesa, otras veces se vaciaba media docenas de paquetes de Chester sin filtro, americano, del bueno, de los bolsillos del bombacho; o un puñado de botellines muy pequeños de whisky. La abuela cosía a todas horas, agitaba los pucheros, pelaba patatas, barría cualquier cosa. Mi madre lloraba a ratos, se encadenaba a la Singer, miraba por la ventana y ponía la mesa. Siempre un plato de más que luego guardaba. Mi hermana ¿Qué se yo a dónde iba mi hermana? Nadie cantaba.

Después de fregar los cacharros del almuerzo en la pila de granito oscuro, prendían una radio de válvulas, del tamaño de una caja de herramientas, con un dial color caramelo en el que destacaba un flecha muy roja. Lucía un frontal de rejilla marrón, como de ganchillo. Todas las voces surgían agudas. A las cinco de la tarde, rezaban el rosario en la radio. En ese momento siempre olía a lejía. En ocasiones aparecía un plato vacío bajo la alacena grande de la despensa. Y mi hermana corría a recogerlo. Yo pensaba que era para que las hormigas no organizaran su caravana de siempre rumbo a las migajas. A mi hermana le daban asco las hormigas, y todos los insectos acharolados. Las mariposas, no.

A menudo venían los hombres de los zapatos puntiagudos. En esas ocasiones yo me agarraba aún más fuerte al orinal y trataba de aplastarme en el rincón.

Solían ser dos. No siempre los mismos. Usaban zapatos negros de cuerdas, puntiagudos y muy brillantes. Llevaban debajo calcetines extraños, como de mujer. Subían haciendo mucho ruido en la escalera de madera. Golpeaban la puerta impacientes. Y entraban en la casa como si fuera suya. Miraban tras las puertas y bajo las camas. Zarandeaban a todo el mundo menos a mi hermana, que siempre huía al terrado.

Eran hombres delgados, con los pantalones atados muy arriba con cinturones de hebilla de metal, corbatas tan finas que casi no soportaban tres rayas, aunque sí alfileres dorados y chaquetas flojas. Dejaban siempre un perfume a brillantina y miedo, que permanecía flotando en el aire hasta el siguiente fregado, cuando volvía a imperar la lejía.

Nadie cantaba en casa. Excepto cuando se escuchaban los pasos de los zapatos puntiagudos en el descansillo. Entonces, mi abuela, con voz cascada, entonaba Tatuaje, de Valerio, León y Quiroga. Lograba que se escuchara por los patios y las corralas.

Cuando los hombres se iban, mi hermana bajaba del terrado. Lloraban las tres. Y encendían la radio a todo volumen.

Un día puse la taza del Cíclope junto a la alacena grande de la despensa. Vi que la puerta se abría y una mano sarmentosa depositaba, muy despacio, un plato en el suelo de hule. Unos minutos después fui yo quien abrió la puerta. En un hueco más allá del fondo, un hombre muy flaco, pálido, con los ojos muy grandes, leía un libro a la luz de una linterna mientras mordisqueaba chocolate negro.

No dijo nada.

Cerré.

Volví al orinal.

Mucho después, mi padre pudo caminar por la casa y salir a la calle. Mi madre no lloraba, pero tampoco reía. Y mi abuela cantaba otras canciones. Las radios se achicaron. Mi hermana se fue. Ya no atronan la escalera los hombres de los zapatos puntiagudos.

Ahora todo tiene un tamaño más razonable. Aprehensible. Pero resulta endemoniadamente complicado.

Y no puedo volverme invisible al sentarme en un rincón. Como en los años del orinal.