EL tipo estaba tieso como una mojama. Tendido sobre la moqueta marrón. Desnudo boca arriba, con los calcetines negros de ejecutivo perfectamente puestos, la corbata azul al cuello y el rostro violáceo. El cabello canoso concienzudamente engominado. Los dedos de las manos crispados.

Al detective Ariza le gustaba practicar la autopsia a los móviles de las víctimas en presencia del finado. Por eso clavaba con chinchetas una foto del cadáver en la corchera detrás de la pantalla de su ordenador por cada trabajo. Y la iba sustituyendo. Se trataba siempre de retratos captados con flash por polis cansados que no aspiraban a ser Robert Capa ni a ganar el World Press Photo. A veces, si no usaban la iluminación asistida, las sacaban ligeramente borrosas. Ariza reía durante largos minutos cuando sucedía algo así: un muerto movido; tiene narices. La larga experiencia profesional con los fiambres había dotado al investigador de un sentido del humor muy negro.

¿Qué hacías en pelotas y con los calcetines y la corbata en su sitio, amigo?, se preguntó Ariza. Aquello se salía de lo habitual. Por lo demás, pura rutina: el muerto no llegó a la oficina, no cogió el teléfono, no acudió a su partida pádel, no abrió la puerta, nadie sabía nada. Dos días. Tres. Extraño en alguien solitario, correcto, metódico, vegetariano, previsible. Un funcionario de Hacienda con todas las letras. Puede que un compañero del trabajo llamara a urgencias. Coche patrulla. Bomberos. Juez. Morgue. Esquela en el diario local. Punto final.

Para Ariza era el principio. Conectó el impecable y cuidado móvil del difunto a su ordenador con el cable USB. Superar las barreras de privacidad del propio teléfono y las de las cuentas de correo electrónico, redes sociales y otras zarandajas constituía una especie de juego intelectual. Ariza contra el muerto. Siempre ganaba. Solo, hacía tres años, se le resistió una ingeniera de telecomunicaciones implicada en una red de espionaje industrial que apareció en un acantilado con dos tiros de escopeta en la cabeza. Muy sofisticada para un epílogo tan primitivo. Hubo que mandar el jodido terminal WaySung a Madrid. Y ni así.

Nada exótico en el correo. Chats vulgares. El posicionamiento GPS memorizado coincidía con lo esperado: de casa al trabajo, paseo, instalaciones deportivas, a casa, caminata por el Casco Antiguo. Algo de porno en la caché. Grupos de expertos en hacienda pública. Compras relacionadas con el pádel. Vídeos y gifs estúpidos del wassap. Fotos. Detalles de la ciudad. Escaparates de ropa de caballero. Un magnolio en flor. La sudorosa tropa del pádel. Una cena, los mismos. Selfis solitarios. Durante la última semana, tres selfis al día. Siempre con la misma corbata. SMS de su madre. SMS de la cuidadora de su madre. Notificaciones sobre cambios en los reglamentos de hacienda. Promociones de restaurantes para vegetarianos.

Ariza repasó los selfis. La corbata. Impoluta. Nudo Windsor. Perfectamente planchada un día tras otro. Un azul irisado. Descargó el material al disco duro para poder ampliarlo y manipularlo. Parecía seda, pero no. Seguramente, se trataba de un tejido técnico. Había algo casi orgánico en aquella corbata. Se adaptaba al cuello de la camisa y al pecho del hombre como lo hace un ente vivo. No se apreciaban rigideces, ni arrugas, ni esos pliegues habituales en las telas que quedan prensadas por una postura de quien las viste. La maximización de las imágenes no descubría una trama de hilos o fibras.

El investigador buscó archivos de audio. Canciones. La última de la estrella pop del momento. El discurso motivacional de un gurú de la autoayuda. Viejos politonos. Grabaciones con fecha y hora próximas al momento estimado del fallecimiento. Play. La voz de un adulto de mediana edad que había dejado de fumar un tiempo atrás. Matices de desesperación.

“La asfixia no me permite escribir. No acierto a teclear un número. Ya no conseguiré salir de casa. Socorro. Por favor”.

Segundo archivo. Play. “Voy a intentarlo. Me vestiré. Al hospital, tengo que llegar al hospital. Allí pondrán remedio a esto.¿Dónde están los calcetines?. Tranquilo, me mantendré tranquilo”.

Tercer archivo. Play. “Compré la maldita corbata en una liquidación. Me la vendió una anciana de la tienda de la calle Tenerías del Casco Antiguo. Buscaba una azul, lisa, para los trajes del trabajo. Pagué veinte euros. Me está matando. Es como si cobrara vida. Los primeros días me encantó. Es cómoda y ligera, la gente la mira. Discreta. Elegante. Me mata. Me hacía sentir diferente, pleno, especial. Me la puse un día tras otro. A partir del quinto, me costaba mucho deshacer el nudo. Desde el séptimo, aflojarlo. A partir del décimo empecé a notar que se agarraba a mi piel a través del algodón de las camisas. Como si le hubieran salido miles de minúsculos anzuelos. Las bocas de mil lampreas milimétricas. Tuve que arrancarme la camisa. Pero la corbata aprieta, aprieta. Es imposible cortarla, traté de hacerlo ayer con las tijeras. No me entran los dedos a través del nudo. Casi no veo. Necesito ayuda”.

La analítica de los de toxicología detectará sicotrópicos, pensó Ariza tras escuchar los audios en varias ocasiones. Repasó las fotos de nuevo. Se puso la chaqueta y bajó a la morgue. No habían empezado aún con el tipo. Le faltaba el costurón de la Y sobre el tronco. Las lámparas de las unidades forenses emiten una luz muy blanca, desesperanzadora. Una luz que no admite medias tintas. Todo es materia. No hay más. Solo un eco hueco de los pasos que rebota en las baldosas lívidas. Los calcetines y la corbata permanecían en su sitio.

El policía notó que la corbata se había aflojado. El rigor mortis. La tocó. Nada áspero en el interior del tramo que rodeaba el cuello del cadáver. Sintió la necesidad de sacársela al muerto. Y se la puso.

El forense halló el cuerpo de Ariza, rígido y crispado, tendido boca arriba sobre las losas.