EMASIADO yoga. Demasiado peyote. Demasiado hummus con pan de pita. Demasiado Ginsberg. Alonso no duerme de noche y casi no come de día. A nadie le importa. Bancario prejubilado, vive solo en su casita al sur de Madrid, más allá de Toledo, por la Nacional IV. Su sobrina lo visita de vez en cuando. Le gusta el tío Alonso, es una reliquia de La Movida Madrileña.

El hombre, flaco, canoso y propenso a hablar solo, compartió cañas con Cesepe, lo retrató Alberto García Alix y fue habitual de La Vía Láctea, Clamores y Rock Ola. Fumó con Carlos Berlanga y bebió con Luis Antonio de Villena. Cada mañana, lo devoraba aquella sucursal del Banesto junto a la parada de metro de Tribunal. Qué tiempos. Tardaba hasta la hora del café en recuperar el pulso y recordar quién era. En esa época se dejó la barba, lacia y picuda, que le asemejaba a los personajes de El Greco. "Aquí viene el Conde de Orgaz", solía decir Paquito Clavel.

Alonso pasea por los campos resecos, como de pergamino, que rodean el pueblo al que se ha retirado. Camina desde el amanecer, levantando los pájaros encamados en las eras, callando sapos y apagando luciérnagas. Se para a observar el zig-zag de las galgas que aprietan el paso de los conejos que olvidaron el camino a la madriguera. La tierra pare una neblina de polvo color oro que sube desde los campos segados. Los corzos miran con preocupación, sin alejarse del borde del bosquecillo de carrascas. El sol es ahora frío. Pero calentará.

El Conde de Orgaz dedica horas a cuidar el viejo Saab, tapizado en cuero beige, que guarda en la cochera: le da cera, sacude las alfombrillas, revisa el nivel de aceite. Le encanta cómo huele. Resulta inconfundible. Aunque, últimamente, se ha centrado más en la achacosa K75 blanca a la que no se sube desde hace años. Le quitó la funda casi por accidente y, ahora, le apetece darse una vuelta en la BMW. O, qué narices, salir por las carreteras. Una ruta. O un mes por ahí. A lo Easy Rider. Agua, unas galletas de las que compra su sobrina en el gimnasio, una bolsita de maría y la tarjeta de crédito. Para qué más. Gasolina y asfalto. Nunca se sabe cuándo va a fallar la salud.

Desmonta el tricilíndrico alemán, lo engrasa, asegura abrazaderas y renueva latiguillos. Se hace con unos neumáticos sin estrenar. Recarga líquidos. Por fin llega la flamante batería nueva que encargó en una página de internet. El motor suena de maravilla. Acelera en punto muerto. ¡Cómo pistonea!

Al final de cada jornada, aunque prácticamente se engarzan una a otra sin pausa, Alonso lee. El almuerzo desnudo, de William Burroughs; En el camino y Los vagabundos del Dharma de Kerouac. Y Allen Ginsberg. Siempre Gimsberg. Había recitado en voz alta Aullido unas mil veces. El poema total. Las letras que conectan con la cultura absoluta. Y con el universo.

"He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos por la locura, famélicos, histéricos, desnudos, arrastrándose de madrugada por las calles de los negros en busca de un colérico picotazo".

Cuando ya no consigue mantener los ojos abiertos, el hombre fuma y pone vinilos en el tocadiscos. Uno tras otro. Vuelta y vuelta. Burning, Parálisis Permanente, La Mode, Golpes Bajos, Siniestro Total, Ilegales. No hay vecinos. Nadie protestará. Es la hora del paseo. El Aullido.

Pasotas de cabeza de ángel consumiéndose por la primigenia conexión celestial con la estrellada dinamo de la maquinaria de la noche, que, encarnación de la pobreza envuelta en harapos, drogados y con vacías miradas, velaban fumando en la sobrenatural oscuridad de los pisos de agua fría flotando sobre las crestas de la ciudad en contemplación del jazz.

Es hora del enésimo visionado del Drugstore cowboy de Gus van Sant. Vuelta a empezar. Un turulo. Un vaso de agua del grifo. Un yogur. El paseo. Le llama de vez en cuando su profesor de yoga. Quedan para charlar sobre la trascendencia. Comparten un cuenco de hummus con pan de pita.

Alonso no encuentra su casco bueno. Solo uno de tipo jet, sin barboquejo ni pantalla para la cara. Muy parecido al que usaban los carteros de antes. Localiza un Barbour de los ochenta, con su cuello de pana y no se sabe cuántos bolsillos con cremalleras doradas. Ha perdido sus botas de motero, pero se topa en el desván con unas Caterpillar de trabajo, muy usadas y algo grandes. Prende del Barbour la treintena de chapas de cuando La Movida que conserva en una caja de latón, de aquellas de Cola Cao: The Clash, Kaka de Luxe, Los Secretos, Marley€

Pertrechado, arranca la K75. La motocicleta alemana, con cuatro décadas pasadas bajo los guardabarros, responde con gallardía. El acelerador manda, los frenos hacen su trabajo, la amortiguación camufla los baches. El petardeo suena redondo. Se detiene en el bar, a la salida del pueblo. Fuera, una scooter gris que parece vaya a desguazarse bajo el peso de las moscas. Es la de Pancho, el filósofo de la comarca, parado de larga duración, chapuzas ocasional, buscavidas a tiempo completo.

—Caray, don Alonso. No sabíamos que fuera usted motero. ¿Dónde va que parece un Ángel del Infierno?

—Donde me lleve la carretera. Aún me resta un cartucho. A lo mejor me acerco al Viña Rock. Cargo mudas y una pequeña tienda de campaña en el baúl de atrás.

—¿Pero tiene usted entrada?

—Quiá. Pero tengo la tarjeta de crédito en el bolsillo y siempre encuentro quien las vende. ¿Quieres acompañarme? Pago yo.

Trasegaron un par cañas. Pancho se metió un torrezno entre pecho y espalda. Ningún plan mejor en el horizonte. Un fin de semana por la cara en el Viña Rock. Arrancaron las máquinas.

Al día siguiente, Pancho regresó en su scooter con Alonso, molido, de paquete. Paró frente a la casa del bancario emérito. Tomo el móvil de su pasajero y llamó a los dos números más frecuentes: la sobrina y el profesor de yoga. Abrió la casa con las llaves de su mecenas, lo acostó, puso un disco de Mermelada.

La sobrina avisó al Centro de Salud. Pancho explicó a la mujer que, en la cresta de la serranía, donde todo son aerogeneradores de energía eléctrica, don Alonso había sacado su BMW de la carretera y había embestido, campo a través, a la más próxima de aquellas torres, gritando: "No huyáis cobardes y viles criaturas, que un solo bohemio es quien os ataca".

"Pobre. Demasiado Ginsberg. Demasiada marihuana", sentenció la sobrina.

Pancho asintió, ignorando aún que acompañaría a don Alonso al Viña Rock del siguiente año.